viernes, 31 de octubre de 2008

Ser amable con uno mismo

Cuando crece la experiencia positiva de sí mismo, la persona desarrolla la posibilidad de ser amable consigo misma. Descubre que no existe ninguna razón, en ninguna parte, para que se hiera, maltrate o cause daño. Decide no agredirse, sino al contrario, se ensancha en estimación y aprobación, porque es lo correcto. ¿Conoce alguien de ustedes alguna razón por la que la persona se deba hacer daño ella misma y despreciarse? Muchas personas lo hacen todos los días, pero razón no existe ninguna.
En esta situación de conocimiento interior, la persona experimenta una extraña felicidad, siente una libertad muy grande, descubre con asombro que siempre está feliz. Su modo de ver el mundo ha cambiado mucho, una nueva tolerancia le crece dentro sin esfuerzo propio. No ve nada de qué quejarse, tampoco nada tiene que estar bien. Las cosas son como son, y todas tienen el mismo sabor, un sabor de gloria. Una armonía en extremo amable resuena en el corazón. Estas experiencias positivas facilitan la práctica de ser amable consigo mismo y, a la vez, fortalecen la decisión de serlo más perfectamente cada día.
Quien no tenga un alto grado de conciencia de su ser interior carece de capacidad para percibir tales realidades y así no puede escapar de las garras del miedo, de las furias, de las rabias y de la tiniebla de la tristeza. No tiene capacidad actual para ser establemente feliz. Se hiere, se maltrata, se hunde en la negatividad. Así no podrá aceptar que se pueda ser feliz siempre. De modo directo y manifiesto no percibe que pueda ser plenamente feliz siempre. Esto no niega de ninguna manera que posea realmente tal capacidad. Si quien lee esta propuesta siente que ha empleado mucho tiempo de su vida en buscar la felicidad y no la ha encontrado, quizá le sería provechoso investigar cómo y dónde la ha buscado. La felicidad es usted. ¿Se ha buscado usted con suficiente inteligencia para no quedarse en lo más superficial y vano de usted mismo?
Ahora, desde esta nueva percepción del sí mismo y del mundo, el individuo percibe con claridad no sólo la posibilidad sino también el hecho mismo de ser feliz. Cuando la persona ha sentido la inmensa presencia de Dios en su ser, cuando se siente habitada por la divinidad, ella y el mundo son otros. En esta experiencia sublimadora comprende fácilmente los versos de santa Teresa: “nada te turbe, nada te espante”. Y realmente nada la turba ni espanta. Es obvio que esa madurez se va adquiriendo de modo gradual. Al principio cualquier cosa turba, luego sólo alguna, finalmente ninguna, si se sigue creciendo.
Quizá lo más dificultoso sea adquirir esa libertad de permanecer imperturbable. Entendamos que se trata de una libertad interior. Se ha logrado ya en alto grado cuando se puede decir: “siento lo que quiero sentir, pienso lo que quiero pensar, quiero lo que quiero querer, digo lo que quiero decir y hago lo que quiero hacer”. Entonces se es libre. A esta libertad se llega después de practicar mucho el principio de “no identificación”: yo no soy lo que pienso, ni lo que quiero, ni lo que siento, ni lo que digo, ni lo que hago”. ¿Quién soy yo entonces? Simplemente, el sujeto que piensa, quiere, siente, dice y hace. Quien logra distinguir bien su subjetividad de los productos de su actividad, se vuelve el dueño de su propia actividad y piensa lo que quiere, desea lo que quiere, siente lo que quiere, dice lo que quiere y hace lo que quiere. Como lo que quiere es ser feliz, piensa, quiere, siente, dice y hace su propia felicidad.
Esta vida feliz exige, como se ve, dejar de lado cientos de creencias populares, miles de prejuicios, y adquirir una visión de sí mismo y del mundo completamente otra, muy lejos de la habitual de las culturas dentro de las que se nace, se crece, se padece y se sufre. Quiero repetir: nosotros somos felicidad. Solamente necesitamos llegar a ser lo que somos.
Deberemos esclarecer el hecho de que las tradiciones culturales, por las más diversas causas, definen para el hombre un camino de sufrimiento, de dolor y angustia, en lugar de diseñar una senda de paz, alegría y amor, constitutivos de la felicidad consumada. Quien desea ser feliz necesita tomar mucha distancia de su cultura.

viernes, 17 de octubre de 2008

Tercera Etapa

A los principios de esta tercera etapa ocurre una gran sorpresa, cuando la persona reacciona habitualmente de modo inteligente, guarda su paz interior, goza de la vida cotidiana, todo comienza a parecerle maravilloso. Pero esta experiencia maravillosa puede causar grandes inquietudes: si frente a una situación todos se alarman y ella permanece tranquila, ¿no será que está perdiendo el juicio? Siempre nos estamos comparando con los demás, que se convierten en la medida de nosotros mismos. Ahora no somos como los demás, no sufrimos, ni nos alteramos, estamos casi siempre felices. ¿Qué pasa con nosotros? En esta nueva situación se pone a prueba la seguridad personal. La sensación de que uno se está volviendo un ser raro se hace punzante. Se desea preguntar a alguien, pero no se sabe a quien. Cuando una persona crece necesita ayuda de otras personas ya crecidas. Los antiguos afirmaron que cuando el discípulo está dispuesto aparece el maestro. Quien se sienta solo y extraño debido a sus cambios de reacción por positivos que sean, está en la tentación de volver atrás y ser como todo el mundo.
Una posibilidad frustrante es buscar ayuda en personas que, por su rango, se supone que están crecidas, pero que realmente no lo están. Se produce así una confusión mayor y se puede recaer en una decepción fatal. Quien se propone seguir un camino de superación motivado por lecturas u otros medios de información fuera de un grupo de crecimiento, siente pronto la necesidad de contactar con otras personas que estén haciendo el mismo camino.
En los matrimonios se puede dar el caso de que uno de ellos, ella o él, emprendan un proceso de crecimiento y el otro no. En esta situación se puede dar un extrañamiento entre los dos que amenace la unión de ambos. Lo correcto es que la persona que crece arrastre a su pareja a crecer también. Hacerlo bien es el desafío.
La experiencia fundamental de esta tercera etapa es una visión de la propia interioridad como algo luminoso, infinito, lleno de paz y silencio, pleno de amor y bondad. Obviamente, esta sensación es producto de los esfuerzos hechos en la segunda etapa, los cuales abren canales caudalosos que lleven a zonas más profundas del propio ser interior. Quienes se ejercitan en estas cosas sin creencias religiosas, comienzan a sentir una misteriosa presencia especial que no saben objetivar, pero que les eleva a un rango de vida más abierto.
Quienes tienen creencias religiosas definidas, objetivan esa presencia divina como la presencia de Dios mismo. Este sentir a Dios cercano, habitando la propia interioridad, se vuelve asombro y alabanza. Los viejos hábitos, largamente enraizados, levantan nuevas y especiales incertidumbres. Las personas están más inclinadas a creer lo malo de sí mismas que lo maravilloso. Existe la idea de que eso magnífico no puede ser verdad. El razonamiento se hace confuso, no se llega a un equilibrio lógico: aquella presencia divina es algo inefable, pero la percepción de las propias deficiencias dificulta creer que aquellas regiones felices, llenas de Dios, sean reales y no puras imaginaciones. Desde la creación del psicoanálisis, tales experiencias se vienen atribuyendo a desequilibrios mentales, sin ningún fundamento objetivo. Actualmente los que cultivan la psicología transpersonal tienen otra idea más positiva acerca de estos fenómenos especiales.
El sentimiento de indignidad, la creencia de que no es posible para la persona misma, debido a la idea de que eso no le pasa sino a personas santas, puede crear intranquilidad en la propia vivencia de esa realidad hermosa que se comienza a tener. Suele suceder, sin intención ni deseo de la persona, que una revelación más fuerte se produzca de modo inesperado y abra un panorama interior mucho más rico. La consecuencia de ello es que la persona se siente en otro universo espiritual. Se da una captación intuitiva del propio ser luminoso bañado por la luz de Dios. Santa Teresa describió bien estas situaciones en las terceras y cuartas moradas. Ahora se comienza a superar los sentimientos de inferioridad, a tener una más alta valoración de sí mismo, sin arrogancia ni petulancia. El oro no presume, quien presume es el oropel. Ahora la persona se siente inclinada a mirar a su interior, allí vive emociones positivas de alta calidad. Se experimenta lejos de los objetos materiales, pero mucho más cerca de Dios.

viernes, 3 de octubre de 2008

Las tres etapas

Conforme a lo expuesto ser feliz siempre es posible, pero no espontáneo. Para llegar al gozo imperturbable en esta vida se exigen algunas especiales perspectivas, que conforman tres etapas de ese camino a la felicidad, a la luz, a la paz, a la plenitud.
En la primera etapa se dan una serie de experiencias que conforman el inicio de la ascensión, se trata de eso, de subir una altísima montaña. Se va cayendo en la cuenta de que parte de la vida se pasa entre el miedo, la rabia y la tristeza, otra parte entre el trabajo, la atención familiar y diversas obligaciones; una tercera parte, ya muy pequeña, se emplea en diversiones, ir a una fiesta, visitar a seres queridos, participar en una buena comida, tener algún romance y… poco más. Se descubre que el miedo anda siempre con uno impidiéndole disfrutar con plenitud, que los disgustos surgen por todas partes, que las tristezas está siempre ahí, a veces clamorosas, a veces sordas, pero siempre dolorosas. Se hace uno conciencia de que no hay salida de este laberinto y, consecuentemente, uno se resigna a esta condición de la humana existencia. Si en un día de luz, en una racha de suerte, surge la pregunta, ¿es que tiene que ser así?, se está iniciando el proceso de la ascensión. La mayoría de las personas tiene, quizá muchas veces, estos días de luz. Muy pocas sin embargo aceptan que sí puede ser de otra forma y se deciden a salir de ese círculo fatal. La fuerza de esta decisión depende de la claridad y profundidad con que se perciba que es posible una vida de mayor calidad. La primera etapa implica todas las experiencias que permiten tomar una decisión de ver la vida de otra manera.
La segunda etapa se inicia con la decisión de avanzar hacia una forma de existencia más positiva. Esta segunda etapa es sumamente dificultosa debido a sus múltiples exigencias, sobre todo por la cantidad de nuevos conocimientos que exige para avanzar hacia la cumbre de la montaña sagrada, la felicidad. Lo primero que se necesita saber es que el miedo, la rabia y la tristeza son reacciones aprendidas, no respuestas naturales a las realidades objetivas. Hay que llegar al convencimiento de que estas reacciones son completamente innecesarias y dañinas, no benefician en nada y perjudican en todo. Comprender que se puede vivir sin ellas es el paso previo a decidir superarlas y dejarlas de lado.
Para dirigir nuestra vida no necesitamos miedo, para eso tenemos la inteligencia y lo único que se necesita es usarla correctamente. Ahora se debe dar una conversión radical, consistente en la decisión de convertirse en una persona que usa positivamente su inteligencia. Uno se va a convertir en una persona inteligente. Esto le cuesta a uno un largo entrenamiento mental para adquirir dominio de sí mismo, lo que le permitirá tener dominio sobre las situaciones. Quien se empeña en obrar de modo inteligente, descubre que la mayoría de las veces reacciona sin inteligencia. Luego se da cuenta. No desanimarse, seguir con la decisión de reaccionar de modo inteligente; después de un empeño sostenido, comienza a notar que sigue reaccionando sin inteligencia, pero ahora se da cuenta de que el factor inteligente es simultáneo con la reacción. Todavía la inteligencia es ineficaz. El tiempo entre la reacción y la inteligencia se acorta cada vez más. Finalmente la inteligencia actúa primero y la reacción ya es la inteligente. La altura alcanzada ya deja ver más el paisaje. Las experiencias son más positivas, allí donde se perdía la paciencia ahora no se pierde, se mantiene la serenidad. Se descubre que aquellas situaciones que antes le afligían ahora ya no. Se experimenta un extrañamiento de sí mismo. Se comienza a ser otro y esto puede asustar. Otro extrañamiento irrumpe de repente: ahora es diferente de los demás, se experimenta ser distinto de los otros. Y lo es, la generalidad no obra con inteligencia, como usted tampoco lo hacía. Mira desde el punto en que está en la montaña y ve a los otros allá en el valle, presa de los miedos, rabias y tristezas, angustiados por nada.
Ser distinto de uno mismo y de los otros y querer serlo exige mucha valentía. La tentación de volver al viejo modo de reaccionar y ser como todo el mundo puede ser muy fuerte. Unas personas le manifestarán alegría por los cambios positivos y otras le tildarán de loco. Usted mismo comienza a sentirse incómodo en medio de las personas con las que antes compartía. No crea que es regalado existir felizmente en medio de una humanidad desgarrada por el sufrimiento. Aquí se manifiesta otra exigencia de esta marcha hacia la cumbre de la montaña sagrada: no se puede ir solo, se necesita compañía. Quizá los genios pudieron hacer solos el camino, pero yo no escribo para los genios, sino para nosotros, los seres normales que constituimos la mayoría de los habitantes de este misterioso mundo.
Continuaremos describiendo estas etapas.