martes, 31 de marzo de 2009

Entre tristeza y compasión


La tristeza es un sentimiento de pesar, un sufrimiento por la pérdida de algo estimado, deseado, querido. Ese sentimiento de pérdida, cuando se refiere a la muerte de un familiar, un amigo, alcanza un alto nivel de poner sobre nosotros y nos vemos envueltos en la tristeza, sin que veamos que pueda ser de otra manera. No sería aceptable que alguien estuviera muerto de risa en el sepelio de su mamá. No obstante, la tristeza es siempre una experiencia negativa, no aprovecha a nadie y perjudica a quien la tiene y a su entorno. La tristeza tiene muchos grados, no es un fenómeno simple. De todas sus especies y clases se puede, y se debe decir, que es una reacción irracional.
La compasión es un sentimiento noble que eleva a quien la tiene, Esta compuesta por dos elementos básicos, la inteligencia de lo que sucede, y la acogida de quien se encuentra en la situación negativa. Hacía la persona que está en situación dolorosa la compasión se abre a la comprensión de su situación. Se da una visión reflexiva de lo acontecido. Existen pérdidas que resultan ganancia y, aveces también ganancias que son pérdidas. La persona compasiva puede distinguir estas situaciones y reaccionar frente a ellas de una forma constructiva. Quien ha sufrido una desgracia se siente sólo y en algún momento necesita ser acompañado. Este es el momento de ser acogido, lo que es de gran importancia para quien está afligido. Quien está triste se siente sumergido en la oscuridad, la luz ha huido de su corazón. La persona compasiva permanece llena de luz, de paz, de amor, y en ella el triste encuentra un puerto acogedor.
¿Cómo podría una persona que está triste por una pérdida significativa cambiar este sentimiento en compasión y recobrar la paz, volver a la luz? Cuando una persona sabia experimenta un determinado sentimiento, lo primero que hace es reconocer que lo está viviendo. En esta observación se le aclaran muchas circunstancias del mismo y se produce una iluminación interior que le permite valorar la validez del sentimiento mismo y volver a la luz.
Dentro de la cultura propia existen diversos programas a los que las personas se deben atener. Si alguien de la familia muere, las mujeres deben expresar su dolor con grandes lloros y griterías, a su vez los hombres deberán tomar una actitud de pesadumbre. Quienes no lo hagan así se ven expuestos al rechazo social: “miren qué poco quería a la persona difunta”. Bien, usted se siente grandes deseos de expresar su dolor, hágalo, y después, suficiente tiempo después, cuestione los hechos. Vea su racionalidad.
Desde la perspectiva de nuestra fe cristiana sabemos que todo lo perdido va a ser encontrado, todo lo marchito va a ser reverdecido, todo lo muerto va a ser resucitado. Entonces no hace falta llorar por lo perdido porque va a ser hallado, ni por lo marchito, va a reverdecer, ni por lo muerto, va a resucitar. Quien entienda esto y lo practique podrá sentir mucha compasión, pero no tristeza. Por otro lado no tendrá ninguna necesidad de cumplir con esos programas sociales de griterías y lloros.
La compasión es un sentimiento noble que engrandece a la persona, la tristeza es una reacción aprendida, destructiva de la persona. Nadie necesita su tristeza, ni sus lágrimas. Todos estamos necesitados de su paz, de su luz, de su amor.
En circunstancias muy especiales, como accidentes graves, catástrofes, los que están envueltos en ellos no necesitan para nada la tristeza de nadie, sino la paz, la compasión, la acogida. No es tiempo para ponerse a llorar, es tiempo de actuar, brindar auxilio, solidaridad. Esto ennoblece. Nadie, ni sano, ni muriendo, necesita nuestra tristeza, sino nuestra paz, nuestra alegría imperturbable, nuestro amor incondicional. Y en muchos casos lo que más se necesite sea nuestra inteligencia para afrontar la situación y ella trabaja mucho mejor en la luz que en la tiniebla de la tristeza.
El ser humano ante lo triste, lo doloroso y destructivo, tiene una alternativa, elegir la compasión, noble sentimiento que engrandece al ser humano. También aquí, en medio de la tragedia, se puede vivir felicidad, de mucha y finísima calidad.

miércoles, 11 de marzo de 2009

LA HORA 0


La hora 0.

“Antes de la Pascua, sabiendo Jesús que llegaba la hora de pasar de este mundo al Padre, después de haber amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn. 13.1)

Para muchas personas, incluso cristianas, la muerte sólo puede ser una infinita tristeza, tanto para el que muere como para los suyos que le amaban. ¿Cómo puede ser la muerte un momento de felicidad?
Para Jesús su muerte era un pasar de este mundo al Padre. El vino al mundo para revelar el amor de Dios, ahora cuando volvía a él, su amor revelador llegaba al extremo. Sin miedo, sin tristeza, sin ira ni cólera, sino con inmenso amor a los suyos, se entrega como un don precioso en las manos del Padre, antes de la Pascua. Jesús mismo exhortó a los suyos a que no estuvieran tristes por eso.
Durante la Pascua, él fue sometido a crueles torturas, a muerte espantosa, y él convirtió aquella humillación tremenda en lección de amor, el más generoso que haya vivido nunca un corazón humano.
En jesús, como en cada uno de nosotros, existe una sensibilidad orgánica, capaz de recoger e informar a la conciencia psíquica de cualquier tipo de dolor. Su exquisita sensibilidad, herida y lastimada sin piedad, envió a su conciencia oleadas de infinito dolor. En su interioridad racional, espiritual, una entrega a ese mismo acerbo dolor, le permite sentirse como el don precioso de Dios al hombre a la vez que la ofrenda pura del hombre a Dios.
Jesús mismo había recordado poco antes que la carne es débil, que el espíritu, en cambio, es fuerte. En la fortaleza de ese espíritu dice a Dios su Padre: “En tus manos encomiendo mi espíritu”. No mi dolor, ni mi angustia; ni rabia, ni cólera, sino mi espíritu, eterna luz de amor.
No entregó Jesús a su Padre celestial su carne muerta y lastimada, sino su espíritu. Por eso Dios lo resucitó devolviéndole su carne resucitada y gloriosa. Y no solamente eso, sino que le dio el nombre sobre todo nombre.
Los que hemos creído en Jesús podemos convertir nuestra muerte en un misterioso pasar de este mundo al Padre. Nada podrá ser más feliz. Dejar esta noche oscura, estrecha, limitada, empobrecida, para arribar a la luz infinita del ser de Dios, a lo eterno e inconmensurable, sólo puede ser feliz.
Si expandimos el amor que somos, participación del amor que Dios es, y hacemos que toda nuestra existencia sea una afirmación de amor, cada dolor que venga a nuestra carne lo vamos a vivir con la alegría de que será contado para la glorificación de nuestra carne resucitada. Sufrir entonces se torna fuente inagotable de gozo, de felicidad espiritual, tanto más honda y gloriosa cuanto mayor haya sido el dolor.
En la hora 0, cuando se muere, la alegría y la paz, pueden ser maravillosas. Yo lo he vivido al asistir a personas que agonizaban, llenas de luz, de amor, que me hacían participar a mí de su dicha eterna. He sentido la belleza que resplandecía en el momento de salir al encuentro con Dios de personas cuya fe llenó sus vidas y cuya muerte fue el inicio de una vida divina esperada, añorada, y ahora gloriosamente alcanzada.
Mirando la cruz se puede perder la fe. ¡Qué espantoso final! Se puede también vislumbrar el sentido de la vida. ¡Qué extraordinario amor! Mirando la Cruz de Jesús se puede entender que el amor es más fuerte que la muerte. Se puede oír la voz de Jesús: “estoy aquí para decirles que mi Padre los ama y también yo los amo”.
A pesar de todo, más allá de cualquier situación, Dios nos ama. Y eso basta para llenar de extraño gozo el corazón creyente. Ni vida ni muerte nos puede separar de este amor. Puedo estar feliz cargando la cruz de cada día.