sábado, 11 de abril de 2009

ENTRE EL CIELO Y EL INFIERNO


Usemos nuestra imaginación para expresar en síntesis nuestra visión religiosa: yo, el diablo, el pecado, el infierno, el cielo y Dios mirando lo que hago para ver lo que él hará conmigo. En esta visión de la cosas, según esta creencia, este Dios sabe mucho más que nosotros y puede ver culpas nuestras que ni nosotros mismos conocemos. Añádase a esto que “del lado que caiga el árbol, de ese lado queda”. Todo se va a definir en el instante mismo de la muerte. Quien acepte este esquema de creencias lógicamente debe vivir en la incertidumbre. Pero, además, y por la lógica misma, tampoco puede vivir fascinado por tal Dios. ¿Cómo amar a quien ha soltado sobre nosotros a un ser perverso para hacernos pecar y arrastrarnos al infierno? Me alegaron que de todos modos soy libre, puedo no caer en la tentación del diablo. Pero, ¿cómo puedo yo llamar Padre a quien me soltó un diablo detrás para que me tiente? ¿Puede haber en el mundo un papá que alquile a un asesino para que acabe con la vida de sus hijos, a quienes por otro lado dice que ama? Quizá pudiera yo comprender en un hombre esa reacción esquizofrénica, pero no puedo, y además, no quiero, pensar que Dios haga tal cosa. Creo que esta creencia es la negación grosera y absurda de lo que Jesús nos reveló acerca del Padre. Digo de paso que nadie puede ser feliz con este esquema religioso en su mente, sin importar que lo lleve tan esquemáticamente definido como yo lo he dicho aquí, o lo tenga difuso.

Prefiero esta otra visión: Yo, el Espíritu Santo rodeándome con la luz de su amor, Jesús a mi lado enseñándome y el Padre atrayéndome hacia él. Sí, simplemente así, sin diablo, sin pecado, sin infierno. Me dijeron que tuviera cuidado no me estuviera engañando el mismo diablo. Y he tenido muchísimo cuidado, He buscado la palabra Padre, la que se dice en el Credo, y he creído que Dios es mi Padre, el que me trajo a lo largo de los siglos a esta existencia terrenal, y no lo hizo por odio, sino por amor a mi persona y no puedo creer que lo haya hecho, y sé que no es así, para ponerme en la disyuntiva de cielo o infierno y, además, asignarme un ente maligno para que tire de mi hacia aquel infierno. Yo sé que él se ha complacido en darme su reino con infinita ternura, con indecible bondad. Ahora ya no puedo creer que mi Papá del cielo me abandone. Ahora puedo entender que Jesús, crucificado, despreciado de todos, o de casi todos, nunca estuvo abandonado de su Padre celestial. Tampoco me abandonará a mí, sino que a su tiempo me glorificará como glorificó a Jesús, su Hijo, resucitándolo de entre los muertos y dándole el nombre sobre todo nombre. Yo sé que Jesús me ama, que es verdad su amor hacia nosotros, y que podemos confiar en él. Yo creo en su nombre y sé que estuvo en la tierra para dar vida eterna a los que creen en su nombre. Puedo vivir con esta confianza, puedo mirar al horizonte y ver allá la gloria que él ha destinado para mí. Y desde donde estoy ahora hasta aquella gloria que me aguarda, tengo todo el derecho del mundo de caminar feliz. Yo creo en la RESURRECCIÓN.