Cuando crece la experiencia positiva de sí mismo, la persona desarrolla la posibilidad de ser amable consigo misma. Descubre que no existe ninguna razón, en ninguna parte, para que se hiera, maltrate o cause daño. Decide no agredirse, sino al contrario, se ensancha en estimación y aprobación, porque es lo correcto. ¿Conoce alguien de ustedes alguna razón por la que la persona se deba hacer daño ella misma y despreciarse? Muchas personas lo hacen todos los días, pero razón no existe ninguna.
En esta situación de conocimiento interior, la persona experimenta una extraña felicidad, siente una libertad muy grande, descubre con asombro que siempre está feliz. Su modo de ver el mundo ha cambiado mucho, una nueva tolerancia le crece dentro sin esfuerzo propio. No ve nada de qué quejarse, tampoco nada tiene que estar bien. Las cosas son como son, y todas tienen el mismo sabor, un sabor de gloria. Una armonía en extremo amable resuena en el corazón. Estas experiencias positivas facilitan la práctica de ser amable consigo mismo y, a la vez, fortalecen la decisión de serlo más perfectamente cada día.
Quien no tenga un alto grado de conciencia de su ser interior carece de capacidad para percibir tales realidades y así no puede escapar de las garras del miedo, de las furias, de las rabias y de la tiniebla de la tristeza. No tiene capacidad actual para ser establemente feliz. Se hiere, se maltrata, se hunde en la negatividad. Así no podrá aceptar que se pueda ser feliz siempre. De modo directo y manifiesto no percibe que pueda ser plenamente feliz siempre. Esto no niega de ninguna manera que posea realmente tal capacidad. Si quien lee esta propuesta siente que ha empleado mucho tiempo de su vida en buscar la felicidad y no la ha encontrado, quizá le sería provechoso investigar cómo y dónde la ha buscado. La felicidad es usted. ¿Se ha buscado usted con suficiente inteligencia para no quedarse en lo más superficial y vano de usted mismo?
Ahora, desde esta nueva percepción del sí mismo y del mundo, el individuo percibe con claridad no sólo la posibilidad sino también el hecho mismo de ser feliz. Cuando la persona ha sentido la inmensa presencia de Dios en su ser, cuando se siente habitada por la divinidad, ella y el mundo son otros. En esta experiencia sublimadora comprende fácilmente los versos de santa Teresa: “nada te turbe, nada te espante”. Y realmente nada la turba ni espanta. Es obvio que esa madurez se va adquiriendo de modo gradual. Al principio cualquier cosa turba, luego sólo alguna, finalmente ninguna, si se sigue creciendo.
Quizá lo más dificultoso sea adquirir esa libertad de permanecer imperturbable. Entendamos que se trata de una libertad interior. Se ha logrado ya en alto grado cuando se puede decir: “siento lo que quiero sentir, pienso lo que quiero pensar, quiero lo que quiero querer, digo lo que quiero decir y hago lo que quiero hacer”. Entonces se es libre. A esta libertad se llega después de practicar mucho el principio de “no identificación”: yo no soy lo que pienso, ni lo que quiero, ni lo que siento, ni lo que digo, ni lo que hago”. ¿Quién soy yo entonces? Simplemente, el sujeto que piensa, quiere, siente, dice y hace. Quien logra distinguir bien su subjetividad de los productos de su actividad, se vuelve el dueño de su propia actividad y piensa lo que quiere, desea lo que quiere, siente lo que quiere, dice lo que quiere y hace lo que quiere. Como lo que quiere es ser feliz, piensa, quiere, siente, dice y hace su propia felicidad.
Esta vida feliz exige, como se ve, dejar de lado cientos de creencias populares, miles de prejuicios, y adquirir una visión de sí mismo y del mundo completamente otra, muy lejos de la habitual de las culturas dentro de las que se nace, se crece, se padece y se sufre. Quiero repetir: nosotros somos felicidad. Solamente necesitamos llegar a ser lo que somos.
Deberemos esclarecer el hecho de que las tradiciones culturales, por las más diversas causas, definen para el hombre un camino de sufrimiento, de dolor y angustia, en lugar de diseñar una senda de paz, alegría y amor, constitutivos de la felicidad consumada. Quien desea ser feliz necesita tomar mucha distancia de su cultura.
En esta situación de conocimiento interior, la persona experimenta una extraña felicidad, siente una libertad muy grande, descubre con asombro que siempre está feliz. Su modo de ver el mundo ha cambiado mucho, una nueva tolerancia le crece dentro sin esfuerzo propio. No ve nada de qué quejarse, tampoco nada tiene que estar bien. Las cosas son como son, y todas tienen el mismo sabor, un sabor de gloria. Una armonía en extremo amable resuena en el corazón. Estas experiencias positivas facilitan la práctica de ser amable consigo mismo y, a la vez, fortalecen la decisión de serlo más perfectamente cada día.
Quien no tenga un alto grado de conciencia de su ser interior carece de capacidad para percibir tales realidades y así no puede escapar de las garras del miedo, de las furias, de las rabias y de la tiniebla de la tristeza. No tiene capacidad actual para ser establemente feliz. Se hiere, se maltrata, se hunde en la negatividad. Así no podrá aceptar que se pueda ser feliz siempre. De modo directo y manifiesto no percibe que pueda ser plenamente feliz siempre. Esto no niega de ninguna manera que posea realmente tal capacidad. Si quien lee esta propuesta siente que ha empleado mucho tiempo de su vida en buscar la felicidad y no la ha encontrado, quizá le sería provechoso investigar cómo y dónde la ha buscado. La felicidad es usted. ¿Se ha buscado usted con suficiente inteligencia para no quedarse en lo más superficial y vano de usted mismo?
Ahora, desde esta nueva percepción del sí mismo y del mundo, el individuo percibe con claridad no sólo la posibilidad sino también el hecho mismo de ser feliz. Cuando la persona ha sentido la inmensa presencia de Dios en su ser, cuando se siente habitada por la divinidad, ella y el mundo son otros. En esta experiencia sublimadora comprende fácilmente los versos de santa Teresa: “nada te turbe, nada te espante”. Y realmente nada la turba ni espanta. Es obvio que esa madurez se va adquiriendo de modo gradual. Al principio cualquier cosa turba, luego sólo alguna, finalmente ninguna, si se sigue creciendo.
Quizá lo más dificultoso sea adquirir esa libertad de permanecer imperturbable. Entendamos que se trata de una libertad interior. Se ha logrado ya en alto grado cuando se puede decir: “siento lo que quiero sentir, pienso lo que quiero pensar, quiero lo que quiero querer, digo lo que quiero decir y hago lo que quiero hacer”. Entonces se es libre. A esta libertad se llega después de practicar mucho el principio de “no identificación”: yo no soy lo que pienso, ni lo que quiero, ni lo que siento, ni lo que digo, ni lo que hago”. ¿Quién soy yo entonces? Simplemente, el sujeto que piensa, quiere, siente, dice y hace. Quien logra distinguir bien su subjetividad de los productos de su actividad, se vuelve el dueño de su propia actividad y piensa lo que quiere, desea lo que quiere, siente lo que quiere, dice lo que quiere y hace lo que quiere. Como lo que quiere es ser feliz, piensa, quiere, siente, dice y hace su propia felicidad.
Esta vida feliz exige, como se ve, dejar de lado cientos de creencias populares, miles de prejuicios, y adquirir una visión de sí mismo y del mundo completamente otra, muy lejos de la habitual de las culturas dentro de las que se nace, se crece, se padece y se sufre. Quiero repetir: nosotros somos felicidad. Solamente necesitamos llegar a ser lo que somos.
Deberemos esclarecer el hecho de que las tradiciones culturales, por las más diversas causas, definen para el hombre un camino de sufrimiento, de dolor y angustia, en lugar de diseñar una senda de paz, alegría y amor, constitutivos de la felicidad consumada. Quien desea ser feliz necesita tomar mucha distancia de su cultura.