El talante violento y hostil que existe por todas partes está claramente definido en la estructura de la sociedad humana existente, la inseguridad aumenta, la violencia sobre las personas se acrecienta por días, asaltos, violaciones, asesinatos, secuestros, terrorismos, guerras de diversos niveles, hambre, abandono, endurecimiento de las relaciones internacionales. ¿Cómo ser feliz en tal mundo?
Entendemos que todas estas conductas son alienaciones del ser humano, tanto a nivel social como individual, y quienes las practican no se realizan como personas, sino que niegan su humanidad. En la expresión de hostilidad y violencia no se experimenta felicidad alguna. Nadie feliz sale a la calle a robar ni matar a otros seres humanos. Quienes realizan tales acciones han sufrido una grave enfermedad, han perdido el sentimiento fundamental de la humanidad, por causas tan heterogéneas que es casi imposible detallar. Sin saber cómo, sin haberlo intentado ni previsto, la humanidad ha devenido altamente patológica. Los procesos que han llevado a esta situación pueden contar largos siglos de existencia.
Pero no es imposible marcar la diferencia. Siempre se podrá tomar la decisión de conformar la propia existencia con elementos positivos. Quien tome la decisión de vivir con amor a los seres humanos, de no hacer mal a nadie en ninguna circunstancia, experimenta paz y alegría, se siente feliz.
La gran tentación es el miedo. No salga a la calle, no lleve nada de valor, no confíe en nadie, éstas y otras mil recomendaciones nos pueden llenar de miedo. Y lleno uno de miedo, comienza a experimentar un estado de víctima, una debilidad con la que no se puede vivir, y pronto se está preparando toda clase de autoprotección, de defensas, y de ataque finalmente. Y ya se está envuelto en la vorágine de este mundo loco.
La lógica más elemental exige que uno se proteja, está bien, nos protegemos, pero no con miedo, sino con inteligencia. Y la inteligencia, ¿qué dice? Que el miedo no ayuda para nada. Me han dicho muchas veces que si alguien se hace de azúcar se lo comen las hormigas. Bien, no se haga de azúcar, hágase de sal, pero no espere paz, ni alegría, ni amor, y por lo tanto de felicidad. Posiblemente le suene mal, pero la verdad es que tenemos necesidad de aceptar la posición de absoluta indefensión. Eso es lo que hizo Jesús de Nazaret, y por eso Dios lo exaltó y le dio el nombre sobre todo nombre. Nuestro cuerpo puede ser golpeado, herido, muerto, pero nuestro espíritu inmortal es invulnerable. Nada ni nadie lo puede herir. Si vivimos en espíritu, llenos de paz, alegría y amor, quizá nadie quiera hacernos daño, sino al contrario, hasta los delincuentes nos defenderán y protegerán.
Se puede escapar de las presiones sociales, se puede elegir llevar paz allá donde sólo hay guerra, llevar amor allá donde sólo hay odio. Si san Francisco lo hizo es porque es posible hacerlo. Podemos elegir una conducta distinta, podemos apostar por la humanidad, y vivir en medio de la violencia como si todo fuera paz. Porque este es el mundo que queremos, un mundo de paz, alegría y amor. Obviamente yo no quiero que nadie me haga daño, pero sería absurdo que fuera yo mismo quien me hiciera el daño. Me lo hago cuando permito que el miedo me aparte de la humanidad, de la bondad, de la paz, y me impulse a buscar seguridad en la fuerza, la violencia, el ataque. No, yo elijo la paz y el amor. Lo hago porque es la única forma de ser feliz y he decidido serlo. Nada ni nadie me lo va a impedir, ni este mundo, ni ningún otro.
Queremos confrontar la tesis de muchísima gente de que la felicidad no es posible en esta vida. El intento es mostrar que si es posible.
martes, 30 de diciembre de 2008
viernes, 19 de diciembre de 2008
Interludio navideño
En la anterior reflexión terminaba con una pregunta lacerante: ¿Cómo ser felices en tal mundo? Quizás sea bueno hacer un alto en ese camino y tomar un poco de aire puro en el ambiente de la Navidad.
Según la opinión autorizada de los astrónomos, este universo en que vivimos comenzó a existir hace cerca de 15 mil millones de años. Durante un proceso de más de 8 mil millones de años se fue configurando hasta llegar a la formación del sistema solar y, en él, de la tierra, cuya edad se calcula alrededor de 4.554 millones de años. En este pequeño planeta, hace 3.000 millones de años, tuvo lugar un acontecimiento extraordinariamente misterioso, la aparición y evolución de la vida. Hace muy poco, algunos suponen 200.000 años, la evolución llegó hasta el surgimiento del hombre, tal como existe hoy. Hace apenas 2.000 años, nació Jesús, el Hijo de Dios. Muchos años después nacimos usted y yo. Dentro de unos cien mil millones de años este universo habrá desaparecido en la noche de la nada. Vinimos a la existencia dentro de un proceso que comenzó en la nada y en la nada desaparecerá.
Según san Pablo, el mundo es para el hombre, el hombre para Cristo y Cristo para Dios. Aceptemos con toda confianza racional que este universo se ha movido en la dirección de la vida y del hombre, y lleguemos a la conclusión de que nosotros, tales como existimos, somos la flor más preciosa de esta realidad llamada universo. La razón de su existencia somos nosotros, los seres humanos. Cuando observamos las estrellas, vamos pensar que ellas están ahí por nosotros y para nosotros.
Obviamente surge la pregunta de para qué estamos nosotros en este mundo. ¿Cuál es la finalidad de nuestra existencia en el mundo? La respuesta de la fe cristiana es para que Cristo exista, para que Dios se haga hombre. Y la razón de que Dios se haga hombre es precisamente que el hombre se haga Dios. El hombre se hace Dios en Cristo, y en él todos los seres humanos se hacen Dios. Preguntamos todavía, ¿Para qué se hace el hombre Dios en Cristo? Y la respuesta de la fe cristiana es: para que el hombre posea vida divina en la presencia de Dios. Para que el hombre, saliendo del tiempo y del espacio, se adentre en la eternidad de Dios, en su infinita gloria.
Ahora cobra sentido la existencia del universo, salido de la nada, destinado a la nada: el universo no existe para él, sino para nosotros, su razón de ser es la existencia del hombre, nosotros. Pero de tal manera, que sólo es el lugar de nuestro nacimiento, no de nuestra permanencia. Es absolutamente grandioso el hecho de nacer en la tierra. Nacer en la tierra es maravilloso, no por la tierra misma, sino porque al nacer en ella entramos en el proceso de la vida eterna, fuera del tiempo y del espacio, allá donde todo permanece.
El sentido de la existencia del hombre es rebasar la condición del mundo en que nace para alcanzar lo eterno, la inmortalidad, la plena realización de su ser en la luz de Dios. Cuando alguien pierde este sentido direccional de su vida y se vuelve a este mundo como a su destino final, la muerte lo ahoga en la angustia y el vacío. Todo el esfuerzo dirigido a convertir este mundo en morada definitiva está llamado a la angustia de la nada, porque aquí todo se pasa. En esta vuelta al mundo que pasa, alejándose de Dios, está la raíz más profunda del sufrimiento. Como quiera que las generaciones actuales han hacen precisamente esto, volverse al mundo como a su dios, su herencia es el sufrimiento, que no apagarán todos los psicofármacos del mundo.
Celebrar el nacimiento de Cristo es inefable si se captar su significación cósmica. Se vuelve algo trascendente. El, Cristo, es la clave de la inteligencia de la razón del universo, de la existencia humana y del amor de Dios Padre Creador. Cuando nos acercamos al proyecto de Dios, cuando descubrimos su eterna e infinita sabiduría, y sentimos, como es verdad, que somos el centro de esta realidad maravillosa: el universo, nosotros, Cristo y la vida eterna de Dios que se nos da, y comprendemos que para eso hemos nacido, entonces la conciencia de nuestra grandeza, de nuestro destino que es vivir junto a Dios eternamente, nos eleva sobre toda mezquindad y nos llena de gozo inefable. Sí, sea dada gloria a Dios en el cielo y la paz al hombre que él tanto ama.
Según la opinión autorizada de los astrónomos, este universo en que vivimos comenzó a existir hace cerca de 15 mil millones de años. Durante un proceso de más de 8 mil millones de años se fue configurando hasta llegar a la formación del sistema solar y, en él, de la tierra, cuya edad se calcula alrededor de 4.554 millones de años. En este pequeño planeta, hace 3.000 millones de años, tuvo lugar un acontecimiento extraordinariamente misterioso, la aparición y evolución de la vida. Hace muy poco, algunos suponen 200.000 años, la evolución llegó hasta el surgimiento del hombre, tal como existe hoy. Hace apenas 2.000 años, nació Jesús, el Hijo de Dios. Muchos años después nacimos usted y yo. Dentro de unos cien mil millones de años este universo habrá desaparecido en la noche de la nada. Vinimos a la existencia dentro de un proceso que comenzó en la nada y en la nada desaparecerá.
Según san Pablo, el mundo es para el hombre, el hombre para Cristo y Cristo para Dios. Aceptemos con toda confianza racional que este universo se ha movido en la dirección de la vida y del hombre, y lleguemos a la conclusión de que nosotros, tales como existimos, somos la flor más preciosa de esta realidad llamada universo. La razón de su existencia somos nosotros, los seres humanos. Cuando observamos las estrellas, vamos pensar que ellas están ahí por nosotros y para nosotros.
Obviamente surge la pregunta de para qué estamos nosotros en este mundo. ¿Cuál es la finalidad de nuestra existencia en el mundo? La respuesta de la fe cristiana es para que Cristo exista, para que Dios se haga hombre. Y la razón de que Dios se haga hombre es precisamente que el hombre se haga Dios. El hombre se hace Dios en Cristo, y en él todos los seres humanos se hacen Dios. Preguntamos todavía, ¿Para qué se hace el hombre Dios en Cristo? Y la respuesta de la fe cristiana es: para que el hombre posea vida divina en la presencia de Dios. Para que el hombre, saliendo del tiempo y del espacio, se adentre en la eternidad de Dios, en su infinita gloria.
Ahora cobra sentido la existencia del universo, salido de la nada, destinado a la nada: el universo no existe para él, sino para nosotros, su razón de ser es la existencia del hombre, nosotros. Pero de tal manera, que sólo es el lugar de nuestro nacimiento, no de nuestra permanencia. Es absolutamente grandioso el hecho de nacer en la tierra. Nacer en la tierra es maravilloso, no por la tierra misma, sino porque al nacer en ella entramos en el proceso de la vida eterna, fuera del tiempo y del espacio, allá donde todo permanece.
El sentido de la existencia del hombre es rebasar la condición del mundo en que nace para alcanzar lo eterno, la inmortalidad, la plena realización de su ser en la luz de Dios. Cuando alguien pierde este sentido direccional de su vida y se vuelve a este mundo como a su destino final, la muerte lo ahoga en la angustia y el vacío. Todo el esfuerzo dirigido a convertir este mundo en morada definitiva está llamado a la angustia de la nada, porque aquí todo se pasa. En esta vuelta al mundo que pasa, alejándose de Dios, está la raíz más profunda del sufrimiento. Como quiera que las generaciones actuales han hacen precisamente esto, volverse al mundo como a su dios, su herencia es el sufrimiento, que no apagarán todos los psicofármacos del mundo.
Celebrar el nacimiento de Cristo es inefable si se captar su significación cósmica. Se vuelve algo trascendente. El, Cristo, es la clave de la inteligencia de la razón del universo, de la existencia humana y del amor de Dios Padre Creador. Cuando nos acercamos al proyecto de Dios, cuando descubrimos su eterna e infinita sabiduría, y sentimos, como es verdad, que somos el centro de esta realidad maravillosa: el universo, nosotros, Cristo y la vida eterna de Dios que se nos da, y comprendemos que para eso hemos nacido, entonces la conciencia de nuestra grandeza, de nuestro destino que es vivir junto a Dios eternamente, nos eleva sobre toda mezquindad y nos llena de gozo inefable. Sí, sea dada gloria a Dios en el cielo y la paz al hombre que él tanto ama.
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