Quizá usted también ha comprobado la abrumadora diferencia que existe entre ver una cara sonriente, alegre, feliz, y ver otra dolorida, triste, infeliz. No es igual la relación con una persona rabiosa, enfadada, que con una persona relajada, serena. A mi no me agradan las caras tristes, ni los lloros, ni las rabietas: a mi, amigos, me encanta encontrarme con personas que transpiran paz, y en cuyo bienestar me siento acogido. No puedo negar que comparto esta inmensa tierra con otros millones de personas. Es un hecho. ¿Les debo algo? ¿Qué puedo hacer por ellas? ¿Qué necesitan de mí?
Creo que les debo algo muy simple, contribuir a su felicidad. Obviamente, mi presencia física no alcanza a todos, apenas a una brevísima minoría. Resulta que yo creo en la comunión de los santos. Reflexione, amigo lector. De los santos, no de los pecadores. Lo bueno, lo positivo, teje una red invisible entre todas las personas buenas. Conforme al Evangelio y a la razón debo dar a los otros lo que yo quiero recibir de ellos. ¿Qué es lo que yo quiero recibir de las personas? Quiero recibir paz, quiero ser acogido en la serenidad de sus vidas; quiero ver su alegría, mirar sus rostros sonrientes; quiero con muchísimos deseos sentir su amor. No me complace de ninguna manera ver el sufrimiento de otras personas. No quiero su dolor, ni para mí ni para ustedes.
Si lo que yo quiero recibir de los otros es su paz, su alegría y su amor, esto es lo que tengo que ofrecerles. Este es mi don para ellos. San Pablo habló de reír con el que ríe y de llorar con el que llora. Que en la tierra aumente la risa lo veo bien, pero que se duplique el llanto, ya no lo entiendo. ¿Qué hacer con el que llora? Consolarlo en la medida de lo posible. Pero existe una fortísima convicción de que debemos tener y expresar sentimientos de dolor y pena a aquellas personas que pasan por un mal momento, lo contrario sería incorrecto. ¿Qué hacer frente a una persona amiga que pasa por un momento de dolor y sufrimiento? Expresarle nuestra acogida, nuestra simpatía, atrayéndola a nuestra paz, a nuestro amor, y a la alegría que vivimos. Eso se llama compasión. Quienes tienen paz, alegría y amor, saben cabalmente cómo hacerlo.
Yo le debo algo a la humanidad, por ser parte de ella, le debo mi paz. Nadie desea ni necesita que yo le declare la guerra. Tener yo paz es poseer la posibilidad de ofrecerla al mundo. No es egoísmo, es cumplir con un deber sagrado, traer paz a la tierra. Le debo a la humanidad mi alegría. Nadie necesita para nada mi tristeza. Yo no quiero tenerla, no sólo por mi, sino también por ti. Si un día estás de duelo, yo quiero que mi alegría te lo haga más llevadero. Le debo a todos, sobre todo, mi amor. Quiero estar lleno de amor, no sólo por mí, sino por todos. Nadie necesita mi odio.
No tengo nada mejor que dar que estos dones preciosos, paz, alegría y amor. Cuando se tienen con cierta abundancia la felicidad desborda a la persona. Mi deuda con la humanidad, lo que le debo, no puedo dudarlo, es mi felicidad. Quiero pagar esta deuda, prestar este servicio, el mejor: ser feliz.