Existe un lugar para el amor sin límite, para la ternura sin freno, para el gozo desbordado de vivir, para la confianza absoluta, para toda consolación. Ese lugar es el hogar, la unión de los padres y de los hijos bajo un techo común, en una complacencia plena, en una seguridad total, en la que todos pueden contar con todos. No existe para el hombre en la tierra mayor plenitud que la experiencia del amor familiar. No existe para el hombre mayor felicidad que abrazar a su esposa, la madre de sus hijos, y ofrecerle toda su fuerza, toda su ternura, todo su amor. Como no existe para la mujer mayor felicidad que abrazar a su esposo, el padre de sus hijos, y brindarle toda su ternura y su fuerza. En los niños no existe mayor satisfacción que ver felices a sus padres, que ser arropados en su ternura y su poder. Su mayor herencia es recibir de ellos el testimonio de que se aman.
Desde las raíces más profundas y misteriosas del inconsciente surgen estas potencialidades con una exigencia de realización inaplazable. Exigen ser cumplidas tanto como la vida, porque ellas son la vida misma. Cuando estas inclinaciones radicales se bloquean y quedan incumplidas, se produce en el inconsciente una frustración honda y oscura que se convierte en rabia, y a partir de aquí el otro, a quien se desea amar y acariciar, comienza a caer en la sospecha de ser la causa de su propia frustración. El distanciamiento se hace inevitable, la felicidad se marchita y la luz del hogar se va apagando. Donde debía florecer la felicidad, ahora nace el dolor.
¿Por qué se bloquea este proceso vital que expresa la vida más honda y plena del ser humano? ¿Qué sucede para que una persona se haga incapaz de vivir sus mejores posibilidades, sus más urgentes necesidades? Dentro de las culturas que la humanidad ha desarrollado hasta ahora, no existe un sistema educativo que desde el hogar hasta la universidad, enseñe a los individuos a reconocer sus sentimientos más profundos, ni a realizarlos, que es manifestarlos cumplidamente. Las personas crecen desconectadas de sí mismas. Los valores que se van incorporando son casi siempre de muy poco poder, mientras que las estrategias de defensa frente al otro se hacen más poderosas. Frases como estas denotan la posición: “el matrimonio es una lotería, no sabes qué número saldrá el hasta el sorteo”. Por debajo de todos los mimos que los novios se intercambien, subsisten las sospechas, la inseguridad, el miedo al otro. Muchos jóvenes hoy, ellos y ellas, tienen el marcado propósito de no darse del todo, de que nadie se las dará completamente. Estas vivencias más menos claramente vividas crean enormes bloqueos para aquellos actos en que el individuo queda sin protección alguna, en el abandono absoluto. Estos mecanismos, bien estructurados en le educación de los jóvenes, les hace imposible darse del todo, soltar sus ansias de entrega y gozo.
¿Qué remedio? Ningún otro, según mi parecer, sino eliminar las defensas y darse ciegamente al otro. Sí, “ciegamente”, en una entrega primitiva, instintiva, animal, que no razona para nada. Lo que está bloqueado es eso mismo, lo primitivo, lo instintivo, lo animal, es decir, lo absoluto. Un día le pregunté a un señor de mediana edad, si él disfrutaba totalmente a su mujer. Su explicación vino a ser que él respetaba a su mujer. Cuando le pregunté si hacía lo mismo con su amante, respondió que no, que eso era distinto. Quizá sea verdad que las relaciones íntimas de muchos matrimonios sean más formales que vitales. No se disfrutan. No se gozan. Luego, frustrados, riñen, se separan, se divorcian. Y aquello, llamado a ser lo más feliz de la experiencia humana, se torna en dolor y llanto. Se acude entonces a buscar otro remedio, a buscar fortuna más adelante. Finalmente, mediante una resignación vital, se persevera sin más en una unión de pareja cansada.
No obstante, aunque muchos no lo logren, el lugar más pleno de la felicidad es el hogar. ¡Dulce hogar!, a pesar de todo. Hogar es un lugar de plenitud, no de formalidades, donde ser cabalmente cada uno lo que es, donde se vive la certeza de ser aceptado, amado, protegido. El lugar por excelencia de ser feliz.
Desde las raíces más profundas y misteriosas del inconsciente surgen estas potencialidades con una exigencia de realización inaplazable. Exigen ser cumplidas tanto como la vida, porque ellas son la vida misma. Cuando estas inclinaciones radicales se bloquean y quedan incumplidas, se produce en el inconsciente una frustración honda y oscura que se convierte en rabia, y a partir de aquí el otro, a quien se desea amar y acariciar, comienza a caer en la sospecha de ser la causa de su propia frustración. El distanciamiento se hace inevitable, la felicidad se marchita y la luz del hogar se va apagando. Donde debía florecer la felicidad, ahora nace el dolor.
¿Por qué se bloquea este proceso vital que expresa la vida más honda y plena del ser humano? ¿Qué sucede para que una persona se haga incapaz de vivir sus mejores posibilidades, sus más urgentes necesidades? Dentro de las culturas que la humanidad ha desarrollado hasta ahora, no existe un sistema educativo que desde el hogar hasta la universidad, enseñe a los individuos a reconocer sus sentimientos más profundos, ni a realizarlos, que es manifestarlos cumplidamente. Las personas crecen desconectadas de sí mismas. Los valores que se van incorporando son casi siempre de muy poco poder, mientras que las estrategias de defensa frente al otro se hacen más poderosas. Frases como estas denotan la posición: “el matrimonio es una lotería, no sabes qué número saldrá el hasta el sorteo”. Por debajo de todos los mimos que los novios se intercambien, subsisten las sospechas, la inseguridad, el miedo al otro. Muchos jóvenes hoy, ellos y ellas, tienen el marcado propósito de no darse del todo, de que nadie se las dará completamente. Estas vivencias más menos claramente vividas crean enormes bloqueos para aquellos actos en que el individuo queda sin protección alguna, en el abandono absoluto. Estos mecanismos, bien estructurados en le educación de los jóvenes, les hace imposible darse del todo, soltar sus ansias de entrega y gozo.
¿Qué remedio? Ningún otro, según mi parecer, sino eliminar las defensas y darse ciegamente al otro. Sí, “ciegamente”, en una entrega primitiva, instintiva, animal, que no razona para nada. Lo que está bloqueado es eso mismo, lo primitivo, lo instintivo, lo animal, es decir, lo absoluto. Un día le pregunté a un señor de mediana edad, si él disfrutaba totalmente a su mujer. Su explicación vino a ser que él respetaba a su mujer. Cuando le pregunté si hacía lo mismo con su amante, respondió que no, que eso era distinto. Quizá sea verdad que las relaciones íntimas de muchos matrimonios sean más formales que vitales. No se disfrutan. No se gozan. Luego, frustrados, riñen, se separan, se divorcian. Y aquello, llamado a ser lo más feliz de la experiencia humana, se torna en dolor y llanto. Se acude entonces a buscar otro remedio, a buscar fortuna más adelante. Finalmente, mediante una resignación vital, se persevera sin más en una unión de pareja cansada.
No obstante, aunque muchos no lo logren, el lugar más pleno de la felicidad es el hogar. ¡Dulce hogar!, a pesar de todo. Hogar es un lugar de plenitud, no de formalidades, donde ser cabalmente cada uno lo que es, donde se vive la certeza de ser aceptado, amado, protegido. El lugar por excelencia de ser feliz.