miércoles, 21 de abril de 2010

Más allá de la vida


Nadie puede demostrar con pruebas irrecusables que no existe otra vida después de la muerte. Nadie puede demostrar con pruebas evidentes que existe una vida más allá de la muerte. ¿Existe o no existe otra vida después de la muerte? ¿Qué razones hay para creerlo o no creerlo?

A mi personalmente me gusta la idea de que sí existe otra vida más allá, en el mundo futuro. La otra vida. La otra vida puede ser de gloria eterna, o de pena eterna. ¿Cómo saber cuál va a ser la suerte de uno mismo? Si no existe otra vida, no hay nada más que averiguar.

Salvarse o condenarse. Enorme peso sobre la pobre conciencia. ¿Quién podrá con él? Me salvaré o me condenaré, sin ninguna otra alternativa. ¿Cómo ser feliz viviendo en esta tragedia inmensa? Eternamente feliz o eternamente desgraciado,

Pensar en Dios para los no creyentes equivale a verse condenados, pues desde su postura difícilmente puede sentirse otra cosa. Si Dios existe ellos están fritos. Entonces lo mejor es que no exista. Así se explica su rabia contra Dios, como si existiera, como si los hubiese ya condenado. No les es fácil pensar en cómo los creyentes pueden vivir si no es aterrados.

Quien tiene fe en Dios no siente miedo de ser condenado. Dios no condena, es eterno amor, infinito amor, eterna misericordia. Sentir a Dios es sentir la salvación, la vida, la paz eterna, la gloria.

Pero el creyente también peca, se puede condenar. Quien ha sentido a Dios sabe que su amor, su perdón, es más grande que cualquier pecado. El Dios en que creemos es Padre, no verdugo, no juez, no vengativo. Ante él nuestras acciones son como si no fueran, no valen nada, ni las más heroicas, ni las más bajas. Lo que nos salva es su amor, su infinita bondad.

Si eso es así, entonces también los ateos se salvan. ¿Tiene usted algún inconveniente? Pero si todos se salvan, entonces que ganan los que se han portado correctamente, los que han sido justos?

Ganan eso mismo, haber sido justos, haber vivido honestamente. Los creyentes ganan haber pasado la vida como por un jardín encantado, lleno de Dios, de belleza, de esperanza, de indescriptible alegría. No moriré, he de vivir, de vivir eternamente en la luz. Nada podrá ser más feliz.

¿Y si no es así y te condenas?

Quien piensa eso no sabes nada de Dios, ni de su amor; sigue pensando en el diablo.
Más allá de esta vida te espera el Amor Eterno. Puedes ser feliz. Tú no te vas a salvar. Es Dios quien te va a salvar porque te quiere. Eso es todo.

sábado, 3 de abril de 2010

Espero la resurrección


Espero la resurrección

En estos días pascuales los cristianos sentimos un especial gozo al recitar en el Credo sus dos últimas frases: Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Creer en la vida eterna, más allá de esta condición de debilidad, de dolor y angustia, se convierte en una alegría casi infinita por haber nacido en este mundo. Bendita sea la tierra, bendito sea el momento que un ser humano nace, no porque sea tan grandioso vivir bajo el sol; no por eso, sino porque ha nacido para vivir vida eterna en la gloria de Dios, para disfrutar vida inconmensurablemente feliz, vida que no se acaba, sin estrecheces, sin espacios constrictores, sin tiempos que te arrastran.
Quizá sea verdad que estas condiciones futuras que se esperan son poco experimentadas por la mayoría de los mortales hijos de Adán. Y sí es muy rica la experiencia de las dificultades de la presente existencia, amargada por miles de cosas, la mayoría carentes de valor.
¡Qué bueno es poder decir, “espero la vida del mundo futuro”!. ¡Qué maravilloso es decirle a los propios huesos que se ponen viejos, duelen, se quiebran, se mueren: huesos míos, nos volveremos a ver en la luz de la vida eterna, sin dolor, sin cansancio, sin pesadumbre alguna. Huesos luminosos, eternizados, levantados sobre toda condición de mortalidad. Sean dichosos huesos míos, nacidos para resucitar, para la caminata eterna por la infinitud de la gloria.
Se habla del árbol de la vida, plantado en medio del paraíso, de la fuente de la eterna juventud. Gilgamés emprende un penoso viaje en busca de la vida perdurable, ansioso por alcanzar la eternidad, para terminar con la decepción de que los dioses no quieren que los hombres sean inmortales. No queda otra alternativa que resignarnos a morir.
¡Qué bueno es poder decir espero la vida del mundo futuro! ¡Qué nueva visión se abre ante nuestros ojos atónitos! Dios si quiere nuestra inmortalidad, él nos ha destinado a ella desde antes de la creación del mundo. ¡Qué respeto tan profundo sentimos por el otro, llamado por Dios a resucitar y a tener vida eterna!.

Esta débil persona, de salud realmente mala, de apariencia raquítica, envejecida, arrugada, tambaleante, un día, sin duda alguna, será revestida de inmortalidad y llena del poder del Eterno. Realmente sembramos en corrupción, pero a la hora de la cosecha vamos a ser revestidos de incorrupción.

A veces siento que estas dos frases, portadoras de nuestra esperanza cristiana, puestas al final del Credo, se quedan sin comentar, sin valorar. ¡Qué bueno fuera ser iniciado en los caminos místicos que nos llevan ya en esta tierra a gustar esa vida que esperamos! Quizá debamos oír otra vez la voz de san Juan de la Cruz:

¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas!, ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias”. (Cant. B 39,7)