martes, 2 de septiembre de 2014

DESPEDIDA


DESPEDIDA


Al ir iba llorando, llevando su semilla.
Al volver, viene cantando trayendo sus gavillas (Salmo 125, 6)

También yo vine llorando, traía mis semillas y me puse a sembrarlas, con mucho llanto. El concepto de Dios de muchos fieles me hacía llorar. Un Dios, arbitrario, injusto, monstruoso, perverso. Un día, en su eternidad, decidió crear los ángeles, impecables, otro día el hombre, materia y espíritu, falible,  con la condición de que quienes murieran habiendo hecho pecados graves, los castigaría con castigos eternos.
      Esta era la idea de Dios Creador. A mí me hacía llorar mucho, pero yo busqué entre las semillas que traía: Dios, Supremo Bien, eterna luz de amor, no haría una cosa así. En el Credo lo llamamos Padre y un padre no engendra hijos para verlos eternamente sufrir. San Agustín dijo: Dios que te creo sin ti, no te salvará sin ti. Mal asunto. El, que me creo sin mí, tiene que salvarme sin mí. Por lo tanto en el plan de Dios no está el infierno, no está la condenación de nadie, sino la salvación de todos, porque todos somos sus hijos amados, bendecidos, llamados a la vida eterna. Entonces, dejé de llorar y pienso que alguno de ustedes también.
    Cuando vine, venía llorando, y mi llanto se acrecentó una tarde, cuando el predicador dijo: “ustedes, personalmente ustedes, cada uno de ustedes, es culpable de la muerte de Cristo: él está colgado de la cruz por culpa de ustedes”. Yo lloré mucho porque era culpable de la muerte del ser que yo más quería en la vida. Pero yo traía mi semilla: él había dicho: “Nadie ama más que el que da la vida por sus amigos”. El no estaba allí por mis culpas, sino por su amor, a mí y a todos. Entonces aprendí que él no estaba allí pagando ninguna deuda a nadie, no estaba redimiendo a nadie porque ningún ser humano fue nunca vendido a nadie sino siempre amado de Dios Padre. Él no estaba allí salvándome porque yo nunca estuve condenado. Él estaba allí diciéndome: mira con cuánto y tan tierno amor te amo. Y me consolé mucho, dejé de llorar; y creo que alguno de ustedes también.
    Yo venía llorando por la creencia de que el Padre Dios quien yo trataba de amar había soltado espíritus perversos para que me arrastraran al mal y así él me condenaría a sufrimientos eternos. Entonces no pude creer más en la existencia de demonios como tampoco en la del infierno, el lugar supuesto de los demonios. Y dejé de llorar: Nadie estaría sufriendo eternamente, torturado por entes perversos. Se iluminó mi fe en Dios Padre y dejé de llorar. Y creo que alguno de ustedes también.
     Yo traía una gran tristeza de Cuba, nacida del e4stado de las familias. Me habían hecho llorar. A poco de llegar acá, fui nombrado Asesor Nacional del Movimiento Familiar Cristiano. Oía  a los padres decir que a los niños había que llevarlos fuerte: sin tres o cuatro golpes no acababan de entender. Y lloré mucho por los niños abusados, maltratados, angustiados, por el trato injusto de sus papás. Y sembré mi semilla y dije: Creo firmemente que aquellos padres que golpean a sus hijos pequeños, después de un juicio sumarísimo, deben ser fusilados. Quizá alguno de ustedes cambió de mente.
      Encontré también la relación desagradable de las parejas. Vi la frialdad con que se trataban y lloré mucho. Y dije: con lo fácil que es hacer un matrimonio feliz, basta un poco de educación, la experiencia simple de que agradar al otro es muy agradable para uno. Y llorando mucho me pregunté: ¿cómo crece la gente en este mundo? Y vi que la familia no era una escuela de amor, sino un lugar de sufrimiento y agresividad. Los jóvenes, ellos y ellas, no han aprendido a ser amables con su familia, sino a ser susceptibles por razón de que el maltrato recibido en su niñez produce inevitablemente esos efectos. Después pude ver como las parejas iban progresando en su relación y haciéndola cada vez más exquisita. Y dejé de llorar. Y creo que alguno de ustedes también.
     Yo llegué llorando. Traía mi semilla, pero llegué llorando. Sentía que la Iglesia Católica, refiriéndome a su más alta jerarquía, no estaba donde tenía que estar y que desarrollaba una piedad infantil, un Evangelio piadoso sin contenido humano. Y lloré mucho. Después vino el Papa
Francisco y dejé de llorar. Y creo que alguno de ustedes también.

Y así creo que me voy muy consolado llevando las gavillas de los afectos de ustedes, de la luz que veo brillar en sus ojos, de la fe nueva con que abrazan a Dios.

     Ustedes me han manifestado desconsuelo porque me voy y también yo estoy desconsolado de irme porque los quiero. Podría decirle a alguno de ustedes, quizá a muchos, que si mi presencia entre ustedes fue buena, den gracias a Dios por ello. Y si para algunos no lo fue, den gracias a Dios también porque, al fin, me voy.