Queremos confrontar la tesis de muchísima gente de que la felicidad no es posible en esta vida. El intento es mostrar que si es posible.
miércoles, 26 de marzo de 2008
Alegría eterna de la Pascua
“Jesús le preguntó:
- Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?
(Jn. 20, 15)
Después de la Resurrección de Jesús no hay ya razón alguna para llorar. Nunca la hubo. Pero ciertamente después de la Resurrección de Jesús, no hay razón ninguna para llorar.
María lloraba por que creía que Jesús estaba muerto, falsa creencia; Jesús estaba vivo. Buscaba un cadáver, pero no había allí ninguno. Pensaba que alguien debió llevárselo. No sabía dónde lo habían puesto. Falsas presunciones. Pero ella ciertamente lo quería tener. Amor tenaz.
Estas cosas sucedían entre María y Jesús aquella mañana de vida nueva.
¿Valdrán también para nosotros? ¿Podemos pensar que Jesús mismo nos pregunta por qué lloramos?
Si vamos a heredar la vida eterna, si vamos ha resucitar; es más, si ya hemos resucitado en Cristo Jesús, no hay ninguna razón para llorar, la tristeza no tiene lugar justificado. Podemos despedirla para siempre.
Yo, yo mismo, poseo ya la vida eterna en mí y sólo espero su manifestación plena. ¿Qué razón puede haber para que yo esté triste?
Quien sabe que su destino es la plenitud de la vida eterna en la luz de Dios, que camina hacia ella, no tiene ninguna razón lógica para hacer este camino tristemente.
Cuando le preguntamos a alguien por qué llora, las respuestas que nos da pudieran ser mucho más motivo de risa que de llanto.
Quizá sea cierto que todo llanto es, en algún sentido, llanto por un muerto. Llorar por un muerto carece de sentido, porque no existe tal. Para Dios todos están vivos.
Esta muerte biológica de que somos testigos se refiere sólo a lo mortal que llevamos, nosotros somos realmente inmortales. Morir es liberarse de las condiciones de este orden cósmico, caduco, transitorio. Es, pues, el morir una liberación que nos conduce a la libertad de la vida divina, a la luz de Dios, a la resurrección. Ese acontecimiento no es trágico, es glorioso. No existe razón alguna para llorar por los muertos.
Se dan otro tipo de muerte, la muerte afectiva, la pérdida de algo que queremos y perdemos o no logramos. La frustración nos lleva entonces a llorar. Pero se debe considerar que ninguna de esas cosas amadas nos servirá de nada en la vida futura, no las vamos a necesitar allá para nada. Llorar por ellas, que desaparecerán para siempre, no tiene sentido alguno. No llores por lo que has perdido, todo lo perdido va a ser hallado.
¿A quién buscas? Es una pregunta simple, de significado tremendo. ¿A quién buscas? Siempre andamos buscando a alguien que nos acoja, nos quiera, nos complazca, nos comprenda, nos haga felices. Siempre andamos buscando a alguien. Y, dolorosamente, ese alguien siempre se va, se pierde o no aparece.
Desde que Jesús resucitó no hay que buscar a nadie, él permanece para siempre; él es la vida, la verdad, el camino, la resurrección. Obviamente su presencia ya no es física, inmediata, tangible. Nuestra sensibilidad sale a buscar a alguien de carne y hueso. Nuestro espíritu no se conforma con nada de eso. Se queda vacío. Así nos sentimos divididos, desamparados, entristecidos. Seguimos buscando a alguien. ¿A quién buscas?
Busco al que brilla en la luz de todas las estrellas, al que vive en todos los vivientes, al que ama en todos los amantes, al que está sentado a la derecha de Dios. Busco al hombre, busco a Dios.
Desde que Jesús resucitó ya no hay que buscar nada, en él está el hombre y Dios. Por lo tanto, Magdalenas, dejen de llorar, cesen de buscar. Todo lo perdido va a ser hallado, todo lo marchito va a reverdecer, todo lo muerto va a resucitar.
Ahora no tengan miedo; en cambio, llénense de alegría. No por un día, no por una hora, no por un mes. No por un momento, sino por toda la vida.
Sean absolutamente felices.
- Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?
(Jn. 20, 15)
Después de la Resurrección de Jesús no hay ya razón alguna para llorar. Nunca la hubo. Pero ciertamente después de la Resurrección de Jesús, no hay razón ninguna para llorar.
María lloraba por que creía que Jesús estaba muerto, falsa creencia; Jesús estaba vivo. Buscaba un cadáver, pero no había allí ninguno. Pensaba que alguien debió llevárselo. No sabía dónde lo habían puesto. Falsas presunciones. Pero ella ciertamente lo quería tener. Amor tenaz.
Estas cosas sucedían entre María y Jesús aquella mañana de vida nueva.
¿Valdrán también para nosotros? ¿Podemos pensar que Jesús mismo nos pregunta por qué lloramos?
Si vamos a heredar la vida eterna, si vamos ha resucitar; es más, si ya hemos resucitado en Cristo Jesús, no hay ninguna razón para llorar, la tristeza no tiene lugar justificado. Podemos despedirla para siempre.
Yo, yo mismo, poseo ya la vida eterna en mí y sólo espero su manifestación plena. ¿Qué razón puede haber para que yo esté triste?
Quien sabe que su destino es la plenitud de la vida eterna en la luz de Dios, que camina hacia ella, no tiene ninguna razón lógica para hacer este camino tristemente.
Cuando le preguntamos a alguien por qué llora, las respuestas que nos da pudieran ser mucho más motivo de risa que de llanto.
Quizá sea cierto que todo llanto es, en algún sentido, llanto por un muerto. Llorar por un muerto carece de sentido, porque no existe tal. Para Dios todos están vivos.
Esta muerte biológica de que somos testigos se refiere sólo a lo mortal que llevamos, nosotros somos realmente inmortales. Morir es liberarse de las condiciones de este orden cósmico, caduco, transitorio. Es, pues, el morir una liberación que nos conduce a la libertad de la vida divina, a la luz de Dios, a la resurrección. Ese acontecimiento no es trágico, es glorioso. No existe razón alguna para llorar por los muertos.
Se dan otro tipo de muerte, la muerte afectiva, la pérdida de algo que queremos y perdemos o no logramos. La frustración nos lleva entonces a llorar. Pero se debe considerar que ninguna de esas cosas amadas nos servirá de nada en la vida futura, no las vamos a necesitar allá para nada. Llorar por ellas, que desaparecerán para siempre, no tiene sentido alguno. No llores por lo que has perdido, todo lo perdido va a ser hallado.
¿A quién buscas? Es una pregunta simple, de significado tremendo. ¿A quién buscas? Siempre andamos buscando a alguien que nos acoja, nos quiera, nos complazca, nos comprenda, nos haga felices. Siempre andamos buscando a alguien. Y, dolorosamente, ese alguien siempre se va, se pierde o no aparece.
Desde que Jesús resucitó no hay que buscar a nadie, él permanece para siempre; él es la vida, la verdad, el camino, la resurrección. Obviamente su presencia ya no es física, inmediata, tangible. Nuestra sensibilidad sale a buscar a alguien de carne y hueso. Nuestro espíritu no se conforma con nada de eso. Se queda vacío. Así nos sentimos divididos, desamparados, entristecidos. Seguimos buscando a alguien. ¿A quién buscas?
Busco al que brilla en la luz de todas las estrellas, al que vive en todos los vivientes, al que ama en todos los amantes, al que está sentado a la derecha de Dios. Busco al hombre, busco a Dios.
Desde que Jesús resucitó ya no hay que buscar nada, en él está el hombre y Dios. Por lo tanto, Magdalenas, dejen de llorar, cesen de buscar. Todo lo perdido va a ser hallado, todo lo marchito va a reverdecer, todo lo muerto va a resucitar.
Ahora no tengan miedo; en cambio, llénense de alegría. No por un día, no por una hora, no por un mes. No por un momento, sino por toda la vida.
Sean absolutamente felices.
miércoles, 19 de marzo de 2008
LA AMISTAD X
Quizá sea cierto que necesitamos al menos un amigo. La amistad es una experiencia feliz. Sin duda alguna será bueno hacer un examen de la amistad que nos ilumine sobre su bella realidad. Decía en la reflexión anterior que nada hay tan importante para las personas como vivir relaciones humanas positivas y agradables. Es bueno tener amigos.
Supongamos ahora que oímos un dúo musical y que uno de los cantantes desafina. Lógicamente resulta desagradable. Abramos nuestra mente al concepto de armonía. La amistad es una muy especial clase de armonía. Aquí tiene lugar el primer error: pensar que el otro tiene que armonizar conmigo o que soy yo quien tiene que hacerlo con él para que exista amistad. Esto conduce a la idea de que quien quiera ser mi amigo, debe sintonizar conmigo y yo con él. Si es así, si se admite que sea así, la conclusión es que mi amistad depende de otros y no de mí mismo.
Si alguien elige estar en el mundo como un crítico de los defectos ajenos, buscando las debilidades de los demás, no le alcanzará ningún tiempo ni espacio para hacer la colección de defectos y debilidades ajenas. Son infinitas. Quien hace esto se llena de desprecio por los demás, de tristeza y amargura. Nadie querrá ser su amigo, ni él será amigo de nadie. Existen personas que emplean toda su inteligencia en la observación de lo defectuoso y cuantos más defectos descubren, tanto más se sienten inteligentes y realistas. Caminan hacia una muerte prematura.
Quien elige estar en el mundo buscando amor, atento a lo positivo, descubriendo la bondad que puede haber en cada persona, la belleza que brilla en cada cosa, por humilde que sea, y, a la vez, perdonando lo defectuoso, se llena de amor a los demás, de alegría y dulzura. Es una dicha encontrarse con estas personas, es posible y agradable tenerlas por amigas. Estas personas disfrutan la amistad, son buenas para celebrar la fiesta de la vida, una extraña felicidad las acompaña.
Por consiguiente, se puede elegir y rechazar la amistad. Quien elige mirar lo que separa y enfrenta, estará siempre triste. La persona que usa su inteligencia de una forma constructiva busca amor y ofrece perdón. Lo contrario es hacerse daño a sí mismo. Y eso nunca es inteligente.
La amistad puede tener algunas determinaciones, como la simpatía o la empatía, que expresan sintonía entre determinadas personas, pero también puede extenderse a toda la humanidad, por aquello de que todo ser humano es mi hermano o mi hermana, sin importar para nada su condición. Todos tenemos la experiencia de que en ciertos momentos de la vida hemos recibido auxilio de personas absolutamente desconocidas y que también nosotros hemos brindado nuestra ayuda a personas de las que sólo sabíamos que estaban necesitadas.
Yo cuento con más de seis mil millones de amigos repartidos por toda la tierra. Doy por hecho que tendré relaciones personales con muy pocos de ellos, pero mi amistad se extiende a todo ser humano sin excepción. Me siento muy dichoso cuando sé que mi corazón está lleno de amor por cada uno de los seres humanos que existen, han existido y existirán.
La división entre buenos y malos no invalida mi sentimiento porque quizá sean los malos los más necesitados de amor. Allá, en la esencia de todo ser humano, existe una bondad y una belleza indestructible. Hasta ahí debe llegar mi amistad. Es muy feliz tener tantos amigos.
Cultivar la separación, lleva al enfrentamiento, a la violencia, y ello es fuente de sufrimiento. Para mí, por increíble que parezca, todo está bien. Un día, frente al mar, comprendí que no puedo ser más que Dios. Si a su mirada todo está bien, no hay razón alguna para que algo esté mal a mis ojos. Desde aquel día frente al mar, ¿por qué seria frente al mar? Me siento muy feliz. Todo es mi amigo, desde la roca hasta el ángel, porque yo decidí mirarlo así.
Supongamos ahora que oímos un dúo musical y que uno de los cantantes desafina. Lógicamente resulta desagradable. Abramos nuestra mente al concepto de armonía. La amistad es una muy especial clase de armonía. Aquí tiene lugar el primer error: pensar que el otro tiene que armonizar conmigo o que soy yo quien tiene que hacerlo con él para que exista amistad. Esto conduce a la idea de que quien quiera ser mi amigo, debe sintonizar conmigo y yo con él. Si es así, si se admite que sea así, la conclusión es que mi amistad depende de otros y no de mí mismo.
Si alguien elige estar en el mundo como un crítico de los defectos ajenos, buscando las debilidades de los demás, no le alcanzará ningún tiempo ni espacio para hacer la colección de defectos y debilidades ajenas. Son infinitas. Quien hace esto se llena de desprecio por los demás, de tristeza y amargura. Nadie querrá ser su amigo, ni él será amigo de nadie. Existen personas que emplean toda su inteligencia en la observación de lo defectuoso y cuantos más defectos descubren, tanto más se sienten inteligentes y realistas. Caminan hacia una muerte prematura.
Quien elige estar en el mundo buscando amor, atento a lo positivo, descubriendo la bondad que puede haber en cada persona, la belleza que brilla en cada cosa, por humilde que sea, y, a la vez, perdonando lo defectuoso, se llena de amor a los demás, de alegría y dulzura. Es una dicha encontrarse con estas personas, es posible y agradable tenerlas por amigas. Estas personas disfrutan la amistad, son buenas para celebrar la fiesta de la vida, una extraña felicidad las acompaña.
Por consiguiente, se puede elegir y rechazar la amistad. Quien elige mirar lo que separa y enfrenta, estará siempre triste. La persona que usa su inteligencia de una forma constructiva busca amor y ofrece perdón. Lo contrario es hacerse daño a sí mismo. Y eso nunca es inteligente.
La amistad puede tener algunas determinaciones, como la simpatía o la empatía, que expresan sintonía entre determinadas personas, pero también puede extenderse a toda la humanidad, por aquello de que todo ser humano es mi hermano o mi hermana, sin importar para nada su condición. Todos tenemos la experiencia de que en ciertos momentos de la vida hemos recibido auxilio de personas absolutamente desconocidas y que también nosotros hemos brindado nuestra ayuda a personas de las que sólo sabíamos que estaban necesitadas.
Yo cuento con más de seis mil millones de amigos repartidos por toda la tierra. Doy por hecho que tendré relaciones personales con muy pocos de ellos, pero mi amistad se extiende a todo ser humano sin excepción. Me siento muy dichoso cuando sé que mi corazón está lleno de amor por cada uno de los seres humanos que existen, han existido y existirán.
La división entre buenos y malos no invalida mi sentimiento porque quizá sean los malos los más necesitados de amor. Allá, en la esencia de todo ser humano, existe una bondad y una belleza indestructible. Hasta ahí debe llegar mi amistad. Es muy feliz tener tantos amigos.
Cultivar la separación, lleva al enfrentamiento, a la violencia, y ello es fuente de sufrimiento. Para mí, por increíble que parezca, todo está bien. Un día, frente al mar, comprendí que no puedo ser más que Dios. Si a su mirada todo está bien, no hay razón alguna para que algo esté mal a mis ojos. Desde aquel día frente al mar, ¿por qué seria frente al mar? Me siento muy feliz. Todo es mi amigo, desde la roca hasta el ángel, porque yo decidí mirarlo así.
sábado, 8 de marzo de 2008
FELICIDAD Y RELACIONES HUMANAS. IX
Nada es tan feliz en la vida de los humanos como disfrutar de buenas relaciones con las otras personas, ya sean familiares o no. Vamos a reflexionar sobre esta realidad tan importante para vivir con felicidad. Examinamos las relaciones familiares y las más amplias, con las otras personas.
Relaciones familiares.
No es posible que seas feliz y tengas malas relaciones con tu familia. Existen dos posibilidades, que tu familia tenga buenas relaciones contigo, y que tú tengas buenas relaciones con ella. Supongo que reconozcas que los alimentos que te nutren son los que tú ingieres y no los que ingieren tus familiares. Lo que contribuye a tu felicidad es la relación positiva que tú estableces con tus familiares, especialmente con aquellos con los cuales convives. La relación que ellos tengan contigo ni te da ni quita. Ellos no pueden hacer nada para que tú seas feliz. Sí, así como suena: ni la esposa puede hacer nada para la felicidad del esposo, ni al revés. Los padres no pueden hacer nada para la felicidad de los hijos, ni ellos por la de los padres, ni los hermanos unos por otros. Nadie puede hacer feliz a nadie por la sencilla razón de que cana uno es su propia felicidad. Punto. Si por tus propios medios y recursos tú te conviertes en una persona feliz, estás lleno o llena de paz, de alegría, de amor, de tolerancia, de simpatía, de perdón, de dulzura, o lo que es lo mismo, de una alta educación formal, obviamente será cómodo vivir contigo, incluso será deseable vivir contigo; pero si el otro pariente está triste, o rabioso, o lleno de miedo, no puede ser feliz ni contigo ni con nadie. Es como si unes una manzana sana a otra podrida, al final las dos estarán podridas.
Para tener buenas relaciones con los familiares hay que tomar una suficiente distancia, aunque se duerma en la misma cama. Primera distancia; nadie tiene que darte nada que no sea estrictamente tuyo. No reclames nada que no sea estrictamente tuyo. Ni buen trato, ni aprecio, ni cosa alguna así. No lo necesitas para nada. Tu relación se hace feliz cuando tú ofreces buen trato, aprecio, acogida, dulzura, hacia los demás. Dar es lo que hace feliz la relación con los demás.
Nadie puede negar con razón que recibe como paga a su generosidad malos tratos de los familiares. Aquí es necesaria una segunda distancia: tú no esperas nada a cambio de tu comportamiento positivo. Si lo haces, entonces no estás dando, sino negociando, y eso es una especie de chantaje. Nunca resulta. Es muy frecuente, tanto como las malas relaciones familiares.
Una tercera distancia, muy necesaria, es la que se expresa así: tú no estás en el mundo para complacer a nadie, nadie está en el mundo para complacerte a ti. Si esta distancia te parece demasiada, inhumana, cuando te convenzas de ello y lo aceptes, comprobarás que estás muy cerca de todos los demás. Todo lo que haces es meramente para complacerte a ti, porque a ti te encanta complacer. Si haces algo a alguien porque a ti te complace, él no te debe nada. Entonces ocurre un milagro increíble, él se siente libre frente a ti y desde su libertad te ama con toda alegría. Lo complejo de las relaciones familiares es su cercanía a la dominación, a la manipulación, al chantaje.
Reconocer la absoluta soberanía del otro, esposo, esposa, padres, hijos, es la base absolutamente necesaria para una buena relación familiar. Si lo deseas, lo puedes llamar respeto. Tú eres sagrado. El otro es sagrado. Sin este reconocimiento la relación no puede ser feliz. Lo que tú piensas, quieres, sientes, dices y haces, es sagrado para mí. Cuando tú imaginas esto, quizá venga a tu mente la necesidad de guiar, proteger, acompañar, ayudar a tu pariente, como una exigencia moral. Si no es una tapadera del deseo de dominar, puede valer. Lo que sucede es que no puedes guiar, proteger, acompañar, ni ayudar a nadie, si él no quiere ser guiado, protegido, enseñado y ayudado.
Ese encuentro puede suceder cuando la relación familiar se convierte en honda amistad, en total gratuidad. No te debo, no me debes. Pero nos sentimos felices de compartir esta hermosa tarea que es vivir en familia. ¿Es la amistad más que la familia? Sin la amistad, los parientes pueden ser tan enemigos que se maten unos a otros.
¿Quieres tener relaciones felices con tu familia? Es fácil: conviértelas en amistad.
Relaciones familiares.
No es posible que seas feliz y tengas malas relaciones con tu familia. Existen dos posibilidades, que tu familia tenga buenas relaciones contigo, y que tú tengas buenas relaciones con ella. Supongo que reconozcas que los alimentos que te nutren son los que tú ingieres y no los que ingieren tus familiares. Lo que contribuye a tu felicidad es la relación positiva que tú estableces con tus familiares, especialmente con aquellos con los cuales convives. La relación que ellos tengan contigo ni te da ni quita. Ellos no pueden hacer nada para que tú seas feliz. Sí, así como suena: ni la esposa puede hacer nada para la felicidad del esposo, ni al revés. Los padres no pueden hacer nada para la felicidad de los hijos, ni ellos por la de los padres, ni los hermanos unos por otros. Nadie puede hacer feliz a nadie por la sencilla razón de que cana uno es su propia felicidad. Punto. Si por tus propios medios y recursos tú te conviertes en una persona feliz, estás lleno o llena de paz, de alegría, de amor, de tolerancia, de simpatía, de perdón, de dulzura, o lo que es lo mismo, de una alta educación formal, obviamente será cómodo vivir contigo, incluso será deseable vivir contigo; pero si el otro pariente está triste, o rabioso, o lleno de miedo, no puede ser feliz ni contigo ni con nadie. Es como si unes una manzana sana a otra podrida, al final las dos estarán podridas.
Para tener buenas relaciones con los familiares hay que tomar una suficiente distancia, aunque se duerma en la misma cama. Primera distancia; nadie tiene que darte nada que no sea estrictamente tuyo. No reclames nada que no sea estrictamente tuyo. Ni buen trato, ni aprecio, ni cosa alguna así. No lo necesitas para nada. Tu relación se hace feliz cuando tú ofreces buen trato, aprecio, acogida, dulzura, hacia los demás. Dar es lo que hace feliz la relación con los demás.
Nadie puede negar con razón que recibe como paga a su generosidad malos tratos de los familiares. Aquí es necesaria una segunda distancia: tú no esperas nada a cambio de tu comportamiento positivo. Si lo haces, entonces no estás dando, sino negociando, y eso es una especie de chantaje. Nunca resulta. Es muy frecuente, tanto como las malas relaciones familiares.
Una tercera distancia, muy necesaria, es la que se expresa así: tú no estás en el mundo para complacer a nadie, nadie está en el mundo para complacerte a ti. Si esta distancia te parece demasiada, inhumana, cuando te convenzas de ello y lo aceptes, comprobarás que estás muy cerca de todos los demás. Todo lo que haces es meramente para complacerte a ti, porque a ti te encanta complacer. Si haces algo a alguien porque a ti te complace, él no te debe nada. Entonces ocurre un milagro increíble, él se siente libre frente a ti y desde su libertad te ama con toda alegría. Lo complejo de las relaciones familiares es su cercanía a la dominación, a la manipulación, al chantaje.
Reconocer la absoluta soberanía del otro, esposo, esposa, padres, hijos, es la base absolutamente necesaria para una buena relación familiar. Si lo deseas, lo puedes llamar respeto. Tú eres sagrado. El otro es sagrado. Sin este reconocimiento la relación no puede ser feliz. Lo que tú piensas, quieres, sientes, dices y haces, es sagrado para mí. Cuando tú imaginas esto, quizá venga a tu mente la necesidad de guiar, proteger, acompañar, ayudar a tu pariente, como una exigencia moral. Si no es una tapadera del deseo de dominar, puede valer. Lo que sucede es que no puedes guiar, proteger, acompañar, ni ayudar a nadie, si él no quiere ser guiado, protegido, enseñado y ayudado.
Ese encuentro puede suceder cuando la relación familiar se convierte en honda amistad, en total gratuidad. No te debo, no me debes. Pero nos sentimos felices de compartir esta hermosa tarea que es vivir en familia. ¿Es la amistad más que la familia? Sin la amistad, los parientes pueden ser tan enemigos que se maten unos a otros.
¿Quieres tener relaciones felices con tu familia? Es fácil: conviértelas en amistad.
sábado, 1 de marzo de 2008
LA ESENCIA DE NUESTRO SER ES EL AMOR. VIII
Los filósofos de todos los tiempos, y muchos que no lo han sido, han analizado la cuestión de si el ser humano es bueno o malo. En realidad, se pueden aducir razones para las dos afirmaciones: es bueno, es malo. Un viejo filósofo, llamado Boecio, afirmó que el ser humano es bueno y que, incluso lo que los malos hacen, lo hacen por que estiman que es bueno. ¿Te sientes tú ser bueno o malo? Lo que ocurre es que no tenemos conciencia de nuestro ser, sino de nuestro dinamismo psíquico, conocer, querer y obrar.
Muchas personas identifican su ser con lo que piensan, quieren, dicen y hacen. Lo cual es un grave error, no somos ni lo que pensamos, ni lo que queremos, ni lo que sentimos, ni lo que decimos, ni lo que hacemos. ¿Entonces qué somos? No somos “que”, sino “quien”. Quien piensa, quien quiere, quien siente, quien dice y quien hace. Quien se identifique con sus funciones psíquicas, no sabrá nunca quién es. Ahora piensa de una manera, luego de otra; ahora quiere esto y luego lo otro, etc. Cuando alguien se identifica con sus operaciones psíquicas sólo puede verse como un ser inestable, impredecible, a veces con sentimientos hermosos y a veces con sentimientos monstruosos.
No somos los objetos pensados, ni queridos, ni sentidos, ni manifestados, ni hechos; ni tampoco somos las acciones de pensar, querer, sentir, decir y obrar. Somos el sujeto que piensa, quiere, siente, dice y obra, y este sujeto que somos nunca aparece en la conciencia. Permanece oculto y misterioso siendo siempre el mismo. Ese ser sujeto humano es esencialmente amor, luz, bondad, bien total, hermosa imagen de Dios. Dios es amor y nosotros también; Dios es inteligencia, y nosotros también; Dios es felicidad, y nosotros también.
La diferencia radical consiste en que Dios lo es de modo infinito y absoluto, y nosotros de modo limitado y relativo. En nosotros no está querer el mal, no podemos querer el mal, pero sí podemos, horror de horrores, confundir el mal con el bien. El ser humano no es un ser malo, sino frecuentemente herrado, equivocado, confundido. Es muy complejo todo esto. Almacenamos durante años en nuestro subconsciente toda clase de pensamientos, deseos, decisiones, emociones; cuando se activan y entran en el campo de nuestra conciencia pueden aparecer dentro de una gama casi infinita de contradicciones. Pero, gloria a Dios, nosotros no somos eso.
Por eso podemos vivir en referencia a ese ser misterioso que somos y descubrir poco a poco su bondad, su luz, su amor, su paz inalterable. Cuando eso sucede, la certeza de ser excelentes se va acrecentando; comenzamos a sentir hondamente que la esencia de nuestro ser es amor y que el amor es eterno. En la experiencia humana no existe nada superior a esta felicidad.
El camino para lograr estas magníficas experiencias es la práctica cotidiana de acciones amorosas conscientes, por pequeñas que sean. Te encuentras con un familiar que convive contigo y le diriges palabras amables, acompañadas de gestos acogedores. Estás atento a sembrar alegría y acogida a tu alrededor.
Debes, lógicamente, desarrollar un enorme poder de tolerancia. Nada tiene que ser a tu manera, porque la sabiduría te enseña ya que tú tienes la manera de todas las cosas. Todo te viene bien, simplemente porque tú quieres que todo te venga bien. Así vas conociendo que eres amor, paz y luz. Esa es la felicidad cumplida.
Continuará.
Muchas personas identifican su ser con lo que piensan, quieren, dicen y hacen. Lo cual es un grave error, no somos ni lo que pensamos, ni lo que queremos, ni lo que sentimos, ni lo que decimos, ni lo que hacemos. ¿Entonces qué somos? No somos “que”, sino “quien”. Quien piensa, quien quiere, quien siente, quien dice y quien hace. Quien se identifique con sus funciones psíquicas, no sabrá nunca quién es. Ahora piensa de una manera, luego de otra; ahora quiere esto y luego lo otro, etc. Cuando alguien se identifica con sus operaciones psíquicas sólo puede verse como un ser inestable, impredecible, a veces con sentimientos hermosos y a veces con sentimientos monstruosos.
No somos los objetos pensados, ni queridos, ni sentidos, ni manifestados, ni hechos; ni tampoco somos las acciones de pensar, querer, sentir, decir y obrar. Somos el sujeto que piensa, quiere, siente, dice y obra, y este sujeto que somos nunca aparece en la conciencia. Permanece oculto y misterioso siendo siempre el mismo. Ese ser sujeto humano es esencialmente amor, luz, bondad, bien total, hermosa imagen de Dios. Dios es amor y nosotros también; Dios es inteligencia, y nosotros también; Dios es felicidad, y nosotros también.
La diferencia radical consiste en que Dios lo es de modo infinito y absoluto, y nosotros de modo limitado y relativo. En nosotros no está querer el mal, no podemos querer el mal, pero sí podemos, horror de horrores, confundir el mal con el bien. El ser humano no es un ser malo, sino frecuentemente herrado, equivocado, confundido. Es muy complejo todo esto. Almacenamos durante años en nuestro subconsciente toda clase de pensamientos, deseos, decisiones, emociones; cuando se activan y entran en el campo de nuestra conciencia pueden aparecer dentro de una gama casi infinita de contradicciones. Pero, gloria a Dios, nosotros no somos eso.
Por eso podemos vivir en referencia a ese ser misterioso que somos y descubrir poco a poco su bondad, su luz, su amor, su paz inalterable. Cuando eso sucede, la certeza de ser excelentes se va acrecentando; comenzamos a sentir hondamente que la esencia de nuestro ser es amor y que el amor es eterno. En la experiencia humana no existe nada superior a esta felicidad.
El camino para lograr estas magníficas experiencias es la práctica cotidiana de acciones amorosas conscientes, por pequeñas que sean. Te encuentras con un familiar que convive contigo y le diriges palabras amables, acompañadas de gestos acogedores. Estás atento a sembrar alegría y acogida a tu alrededor.
Debes, lógicamente, desarrollar un enorme poder de tolerancia. Nada tiene que ser a tu manera, porque la sabiduría te enseña ya que tú tienes la manera de todas las cosas. Todo te viene bien, simplemente porque tú quieres que todo te venga bien. Así vas conociendo que eres amor, paz y luz. Esa es la felicidad cumplida.
Continuará.
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