El gran maestro de vida espiritual san Juan de la Cruz escribió:
“Y de la misma manera que se atormenta y aflige al que desnudo se acuesta sobre espinas y puntas, así se atormenta el alma y aflige cuando sobre sus apetitos se recuesta. Porque, a manera de espinas, hieren y lastiman y asen y dejan dolor”.
San Juan de la Cruz creía que el ser humano está constituido por un cuerpo sensible, fuente de los apetitos, y un espíritu racional e inmortal, fuente de la inteligencia, la bondad y el bien hacer. Entre estos dos mundos existen muy diversas y complejas relaciones. Por apetitos él entiende los deseos que nacen de la sensibilidad, de ver, oír, oler, saborear, palpar y de las sensaciones internas, de la imaginación y memoria. La dificultad está en que este universo sensible obra al margen de la razón. Cuando alguien se entrega a los deseos nacidos de los apetitos lejos de los postulados universales de la razón, somete su inteligencia y voluntad a determinaciones irracionales, y eso sólo puede ser frustrante. Se debe pasar por un proceso de sometimiento de los apetitos a la razón de tal forma que la persona se comporte razonablemente en toda ocasión. Esta situación es dolorosa, muy dolorosa, y muy sutil, pasa desapercibida para muchas personas. Siempre que alguien sufre por algo, se puede afirmar que no está siendo completamente racional frente al asunto. La plena racionalidad, no hablo aquí de teorías de ninguna clase, sino del uso adecuado de la razón para establecer la situación concreta, es fuente de paz, alegría y amor, de felicidad.
El proceso para liberarse de las ataduras de la sensualidad y vivir en un estado de completa racionalidad, noche oscura sanjuanista, es sumamente complejo. Quizá sea bueno aquí recordar que la evolución desde el animal hasta el hombre supuso muchos millones de años. Alcanzar la instancia constitutiva de lo racional en plenitud no puede ser fácil, pero sí posible. La distancia entre un deseo de la sensualidad y un deseo de la racionalidad puede ser inconmensurable. Un ejemplo sería el joven que se deja llevar de la drogadicción. Se le pueden dar todas las razones de los sabios, se le puede explicar con todos los argumentos posibles que arruina su vida. El deseo desencadenado por la droga, es más fuerte que toda razón. La vida de este joven deja de ser racional, se llena de sufrimiento, y el resultado final es una persona no sólo infeliz sino también perdida para la sociedad. Este es un ejemplo extremo, pero todo deseo proveniente de la sensibilidad tiene ese poder de someter y atormentar a la persona, aunque sea en mínimo grado.
Así, pues, podemos experimentar deseos sensibles y deseos racionales. Cuando alguien desea la paz, la justicia, el amor, la luz de la sabiduría para dar sentido a la vida, tales deseos lo liberan, lo engrandecen y lo realizan. En esta dirección, se puede señalar una realidad esencial: la sensibilidad no percibe lo eterno, no trasciende lo inmediato corporal; la razón se eleva a lo eterno, trasciende todo determinante concreto, y es así una experiencia de libertad y gozo.
El principio que rige la vida racional es el principio de realidad, el convencimiento de que solo podemos contar con lo que está ahí siendo. Si yo pretendo algo que bien pudiera ser, pero en este momento no existe, mi pretensión se vuelve sufrimiento, porque me sitúo fuera de lo real. El deseo sensible no obedece al principio de realidad, sino a la imaginación. Existe una palabra excelente para describir tal situación, fantasía. Uno se imagina cosas fuera de la realidad, y después quiere que sean válidas, pero como no lo son sólo sirven para causar dolor, desorientar y empobrecer. Así no se puede ser feliz.
Cuando alguien llegue a ser completamente racional, estado permanente de iluminación, sin apego ni deseo de nada fuera de lo razonable, no habrá cosa alguna que le haga sufrir. Las cosas son muy diversas, los acontecimientos muy diferentes, buenos y malos. Pero la respuesta racional es una sola. Entender el misterio de la existencia implica amar intensamente todo lo existente. El gran poeta místico, san Juan de la Cruz, lo cantó así:
“Y de la misma manera que se atormenta y aflige al que desnudo se acuesta sobre espinas y puntas, así se atormenta el alma y aflige cuando sobre sus apetitos se recuesta. Porque, a manera de espinas, hieren y lastiman y asen y dejan dolor”.
San Juan de la Cruz creía que el ser humano está constituido por un cuerpo sensible, fuente de los apetitos, y un espíritu racional e inmortal, fuente de la inteligencia, la bondad y el bien hacer. Entre estos dos mundos existen muy diversas y complejas relaciones. Por apetitos él entiende los deseos que nacen de la sensibilidad, de ver, oír, oler, saborear, palpar y de las sensaciones internas, de la imaginación y memoria. La dificultad está en que este universo sensible obra al margen de la razón. Cuando alguien se entrega a los deseos nacidos de los apetitos lejos de los postulados universales de la razón, somete su inteligencia y voluntad a determinaciones irracionales, y eso sólo puede ser frustrante. Se debe pasar por un proceso de sometimiento de los apetitos a la razón de tal forma que la persona se comporte razonablemente en toda ocasión. Esta situación es dolorosa, muy dolorosa, y muy sutil, pasa desapercibida para muchas personas. Siempre que alguien sufre por algo, se puede afirmar que no está siendo completamente racional frente al asunto. La plena racionalidad, no hablo aquí de teorías de ninguna clase, sino del uso adecuado de la razón para establecer la situación concreta, es fuente de paz, alegría y amor, de felicidad.
El proceso para liberarse de las ataduras de la sensualidad y vivir en un estado de completa racionalidad, noche oscura sanjuanista, es sumamente complejo. Quizá sea bueno aquí recordar que la evolución desde el animal hasta el hombre supuso muchos millones de años. Alcanzar la instancia constitutiva de lo racional en plenitud no puede ser fácil, pero sí posible. La distancia entre un deseo de la sensualidad y un deseo de la racionalidad puede ser inconmensurable. Un ejemplo sería el joven que se deja llevar de la drogadicción. Se le pueden dar todas las razones de los sabios, se le puede explicar con todos los argumentos posibles que arruina su vida. El deseo desencadenado por la droga, es más fuerte que toda razón. La vida de este joven deja de ser racional, se llena de sufrimiento, y el resultado final es una persona no sólo infeliz sino también perdida para la sociedad. Este es un ejemplo extremo, pero todo deseo proveniente de la sensibilidad tiene ese poder de someter y atormentar a la persona, aunque sea en mínimo grado.
Así, pues, podemos experimentar deseos sensibles y deseos racionales. Cuando alguien desea la paz, la justicia, el amor, la luz de la sabiduría para dar sentido a la vida, tales deseos lo liberan, lo engrandecen y lo realizan. En esta dirección, se puede señalar una realidad esencial: la sensibilidad no percibe lo eterno, no trasciende lo inmediato corporal; la razón se eleva a lo eterno, trasciende todo determinante concreto, y es así una experiencia de libertad y gozo.
El principio que rige la vida racional es el principio de realidad, el convencimiento de que solo podemos contar con lo que está ahí siendo. Si yo pretendo algo que bien pudiera ser, pero en este momento no existe, mi pretensión se vuelve sufrimiento, porque me sitúo fuera de lo real. El deseo sensible no obedece al principio de realidad, sino a la imaginación. Existe una palabra excelente para describir tal situación, fantasía. Uno se imagina cosas fuera de la realidad, y después quiere que sean válidas, pero como no lo son sólo sirven para causar dolor, desorientar y empobrecer. Así no se puede ser feliz.
Cuando alguien llegue a ser completamente racional, estado permanente de iluminación, sin apego ni deseo de nada fuera de lo razonable, no habrá cosa alguna que le haga sufrir. Las cosas son muy diversas, los acontecimientos muy diferentes, buenos y malos. Pero la respuesta racional es una sola. Entender el misterio de la existencia implica amar intensamente todo lo existente. El gran poeta místico, san Juan de la Cruz, lo cantó así:
Hace tal obra el amor
Después que lo conocí
Que, si hay bien o mal en mí,
Todo lo hace de un sabor
Y al alma transforma en sí…