Estaba de visita en casa de una
pareja y observaba la forma tan gentil con que el señor jugaba con su perro.
Cuando la esposa se acercaba, él cambiaba de expresión, endurecía su rostro y
hablaba con tono de voz áspero. Ella se alejaba y él volvía a su anterior modo
de comportamiento.
Es posible que los niños aprendan de sus
padres a ser amables con los animales de casa, más por imitación que por
enseñanza. Las referencias que yo tengo archivadas de cientos o miles de parejas
son de que él la trate mal a ella o ella lo trata mal a él. Que ambos se traten
amablemente es más escaso.
En una ocasión tuve la necesidad de hacer
diversas gestiones en una misma mañana para lo cual tenía que relacionarme con
diversas personas. Una detrás de la otra me dieron un trato indiferente y
hostil. Me sentí mal, no era mi día. Quedaba una última gestión, y fue
extrañamente compensador. La persona que me atendió lo hizo con tanta
amabilidad, cordialidad y simpatía, que los malos tratos anteriores se
desaparecieron totalmente.
A mí, sin que quepa la menor duda, me gusta
que me traten bien. Me siento feliz cuando recibo un buen trato. ¿Usted no? Sin
embargo, después de sopesarlo bien, he descubiertto que me siento más feliz aún
cuando yo logro tratar bien a una persona, cuando puedo expresarle un noble
sentimiento mío hacia ella.
He descubierto que a mí me gusta que me
quieran. Aún más, he descubierto que a todo el mundo le gusta que lo quieran.
Digo que he descubierto, no digo que he leído. Leer, saber, y lo demás, es una
cosa y descubrir uno por sí mismo es otra. Me explico, no se trata de que la
otra persona se sienta agradada, eso dependerá de ella; se trata de que yo tome
una actitud amable, agradable, hacia ella.
Quiero confesar que estos descubrimientos
son muy recientes. Hay una finísima felicidad en tratar bien a los demás. Y
esto está en nuestro poder. Lamento resignadamente no haber tenido mejores
maestros en el decurso de mi vida. No se puede decir cuán feliz sea estar en la
disposición de tratar siempre bien a los demás.