He venido últimamente reflexionando sobre
aspectos más íntimos de la felicidad. Hay que reconocer que objetivamente
existen muchas formas de felicidad, aunque la esencia de la misma sea un
fenómeno de la más honda intimidad. Quizá ello tenga que ver incluso con las
diferencias temperamentales.
Muchas personas son felices en medio de la
fiesta, con los cantos, música, bailes, y todo lo que se le puede agregar.
Otras prefieren momentos tranquilos, de intimidad con otras pocas personas, o
en la soledad. Existen quienes son felices en el desarrollo de actividades, ya
sean culturales, ya sean laborales. Para algunas otras personas es muy feliz
entregarse a la investigación científica.
Otros gozan una intensa felicidad en la vida de pareja, de familia, o en
el ámbito de servicio social.
Existe, además, otra felicidad, maravillosa,
muy realizadora, la felicidad religiosa. La religión abarca el pensamiento, el
sentimiento y la acción del ser humano. Cuando contemplamos la creación, su
grandeza, su belleza, como la de un cielo cuajado de estrellas, y pensamos que
todo ello es obra amorosa del Ser Supremo, de Dios, sentimos una intensa
felicidad, nacida de esta contemplación. Cuando pienso en el Dios que crea y
que juntamente salva, un hondo sentimiento de paz y confianza llena tanto mi
mente como mi corazón. No hay una felicidad mayor que la de sentir esclarecido
el sentido de la vida cuando se vive la fe religiosa.
A Dios se le llama Espíritu Consolador, porque
viene a nuestra debilidad y nos acoge en su infinita fortaleza, nos consuela
con su presencia viva, nos acaricia como una madre a su bebé. Cierto, esta
imagen verdadera de Dios ha sido manipulada por quienes nos querían manipular y
convertida en una sombra de miedo mortal, nos ocultó el rostro del Padre
infinitamente tierno, origen de todo consuelo.
La felicidad nacida del poder llamar Padre al
creador de este mundo en que vivimos es extrañamente feliz. Es sumamente consolador
decir: Padre nuestro, que estas en el cielo…
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